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que hacía. Esos días eran grandiosos. Como no tenía un sitio determinado al que
                ir, no sentía prisa por llegar allí.
                   De vez en cuando, el padre le dejaba otro tipo de notas: "Tareas, ninguna. Ve a
                Old Cape y observa los rieles del tranvía." Mike iba a la zona de Old Cape,
                buscaba las calles con las vías aún visibles y las inspeccionaba con atención,
                maravillado al pensar que por el medio de las calles hubieran circulado cosas
                parecidas a trenes. Por la noche hablaba de eso con su padre y él le enseñaba
                fotografías de su álbum de Derry donde se veían los tranvías en funcionamiento;
                desde el techo les brotaba un extraño mástil conectado a un cable eléctrico y
                tenían anuncios de cigarrillos en los lados.
                   En una ocasión había enviado a Mike al parque Memorial, donde se encontraba
                la torre depósito, para contemplar el baño de las aves. En cierta ocasión fueron
                juntos a los tribunales para ver una máquina terrible, hallada en la buhardilla por el
                comisario Borton. Ese artefacto se llamaba silla para vagabundos. Era de hierro
                moldeado, con cepos para las manos y las piernas. En el respaldo y el asiento
                había salientes redondeadas. Mike recordó una fotografía que había visto en un
                libro: la foto de la silla eléctrica de Sing Sing. El comisario dejó que Mike se
                sentara en la silla para vagabundos y probara los cepos.
                   Cuando pasó la primera y ominosa novedad de usar los cepos, Mike miró
                interrogativamente a su padre y al comisario Borton, sin saber por qué ése era un
                castigo tan terrible para los "vagos", como llamaba el comisario a los empleados
                que habían pasado por la ciudad en las décadas de 1920 y 1930. Esos salientes
                eran incómodos, por supuesto, y los cepos dificultaban cualquier cambio de
                posición, pero...
                   --Bueno, tú eres sólo un chico -dijo el comisario, riendo-. ¿Cuánto pesas?
                ¿Treinta y cinco, cuarenta kilos? Casi todos los vagos que el comisario Sully
                sentaba en esa silla pesaban el doble. Después de una hora empezaban a
                sentirse incómodos; después de dos o tres muy molestos; al cabo de cuatro o
                cinco realmente mal. A las siete u ocho horas comenzaban a gritar y a las
                dieciséis o diecisiete casi todos estaban llorando. Cuando se cumplía el plazo de
                veinticuatro horas, estaban dispuestos a jurar ante Dios y todos los hombres que,
                si alguna vez volvían por las vías de Nueva Inglaterra, pasarían muy lejos de
                Derry. Hasta donde sé, la mayoría respetaba esa palabra. Las veinticuatro horas
                de silla eran muy persuasivas.
                   De pronto la silla pareció tener más bultos que se clavaban en las nalgas, la
                columna, la cintura y hasta en la nuca.
                   --Por favor, ¿puedo levantarme? -preguntó Mike.
                   El comisario Borton volvió a reír. Hubo un momento de pánico, durante el cual
                Mike temió que el comisario se limitara a balancear las llaves de los cepos delante
                de sus ojos, diciendo: "Te soltaré, sí... cuando se cumplan las veinticuatro horas."
                   Mientras volvían a la casa, preguntó:
                   --¿Para qué me has traído, papá?
                   --Ya lo sabrás cuando seas grande -respondió Will -A ti no te gusta el comisario,
                ¿verdad?
                   --No -contestó su padre con voz tan seca que Mike no se abrevió a preguntar
                más.
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