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A recorría lentamente los surcos del sembrado sur, el más grande, a escasa
velocidad y con la trasera abierta; iba lleno de sacos, cada uno con el nombre de
la persona que lo había llenado. Al terminar la jornada, Will abría su vieja billetera
y pagaba a cada recolector en efectivo. También Mike y su madre recibían su
paga; ese dinero era de ellos, y will Hanlon nunca preguntaba qué hacían con él.
Mike había recibido una participación del 5 por ciento en la granja al cumplir los
cinco años (edad suficiente, decía Will, para manejar una azada y distinguir entre
la hierba y las plantas de guisantes). Cada año se le asignaba otro uno por ciento;
pasado el día de Acción de Gracias, Will computaba los beneficios de la granja y
deducía la parte de Mike. Pero el chico nunca veía un centavo de ese dinero, pues
él se lo depositaba en su cuenta de ahorros para la universidad, y no se tocaría
bajo ninguna circunstancia.
Al fin llegaba el día en que Normie Sadler volvía a su casa con su cosecha de
patatas. Por entonces, el aire habría tomado un tono gris y habría escarcha en las
calabazas anaranjadas apiladas a un lado del granero. Mike, de pie en el patio,
con la nariz roja y las manos sucias metidas en los bolsillos del vaquero,
contemplaba a su padre, que llevaba al granero el Ford A y después el tractor.
Pensaba: "Nos estamos preparando para dormir otra vez. La primavera
desapareció. El verano se fue. La cosecha terminó." Sólo quedaba en ese
momento el extremo abotargado del otoño: árboles desnudos, tierra congelada, un
encaje de hielo en las orillas del Kenduskeag. En los sembrados, los cuervos se
posaban a veces en los hombros de Moe, Larry y Curly y se quedaban todo el
tiempo que desearan: los espantajos estaban mudos, desprovistos de amenaza.
El final de un año más no horrorizaba a Mike (a los nueve y diez años era aún
demasiado joven como para hacer metáforas mortales), porque había muchas
cosas interesantes que hacer: andar en trineo por el parque Mccarson o en la
colina Rhulin; en Derry, si uno era valiente (aunque eso era, generalmente, para
los más grandes), patinar en el hielo y organizar batallas con bolas de nieve o
construcciones de castillos de nieve. Había tiempo para pensar en salir con su
padre en busca de un pino navideño. Había tiempo para pensar en los esquís que
podrían regalarle o no en Navidad. El invierno era hermoso... pero cuando veía a
su padre llevar el Ford A al granero... (la primavera desapareció, el verano se fue,
la cosecha terminó) siempre se sentía triste, así como se sentía triste cuando veía
las bandadas emigrando hacia el sur, así como sentía a veces ganas de llorar sin
motivo, ante cierta inclinación de la luz. Nos estamos preparando otra vez para
dormir...
No todo era escuela y tareas, tareas y escuela. Will Hanlon había dicho a su
mujer, más de una vez, que los chicos necesitaban tiempo para ir de pesca,
aunque no era pescar lo que hacían. Cuando Mike llegaba a casa desde la
escuela, lo primero que hacía era poner sus libros sobre el televisor de la sala; lo
segundo, prepararse una merienda (era especialmente adepto a los sandwiches
de cebolla y mantequilla de maní, gusto que desataba en su madre gestos de
indefenso espanto); lo tercero, leer la nota que su padre le hubiera dejado
diciéndole dónde estaría él y cuáles eran sus tareas: ciertos surcos a los que
arrancar las hierbas o dónde iniciar la cosecha, cestos a llevar, siembras a rotar,
lugares a barrer, cualquier cosa. Pero un día laboral a la semana (a veces dos) no
había nota alguna. En esas ocasiones Mike iba de pesca, aunque no era pescar lo