Page 194 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 194
--¡No! -gritó el chico-. ¡No, no puedes!
La luz se iba borrando mientras el pájaro metía su cuerpo por el tubo de la
chimenea. "Oh, Dios mío, ¿cómo no pensé que era casi todo plumas, que podía
estrecharse?" La luz desapareció por completo. Sólo quedaban la negrura total, el
sofocante olor del pájaro y el sonido susurrante de sus plumas.
Mike cayó de rodillas y comenzó a tantear el suelo curvo de la chimenea con las
manos. Encontró un trozo de azulejo roto cuyos bordes filosos estaban forrados
por algo que parecía musgo. Echó el brazo hacia atrás y lo arrojó. Se oyó un ruido
seco. El ave repitió su gorgojeo zumbante.
--¡Sal de aquí! -aulló Mike.
Reinó el silencio... y luego se inició otra vez aquel sonido susurrante, como de
papel de seda, al reanudar el pájaro su forcejeo por avanzar en el tubo. Mike palpó
el suelo, encontró otros fragmentos de azulejo y comenzó a arrojarlos, uno tras
otro. Rebotaban sordamente en el ave y tintineaban contra la curva de la
chimenea.
"Por favor, Dios mío -pensó Mike-. Por favor, por favor, Dios mío..."
Entonces se le ocurrió que debía retroceder por el tubo. Había entrado por la
base de la chimenea; lo lógico era que se estrechara hacia arriba. Podría
retroceder escuchando ese susurro que lo seguía; si tenía suerte, tal vez llegara a
un punto donde el ave no pudiera seguir avanzando.
Pero ¿y si el pájaro se atascaba?
En ese caso, él y el pájaro morirían juntos allí. Morirían juntos y juntos se
pudrirían. En la oscuridad.
--¡Por favor, Dios mío! -vociferó, sin saber que había hablado en voz alta.
Arrojó otro fragmento de azulejo y esa vez su impulso fue más poderoso. Sintió,
diría a los otros mucho después, como si alguien estuviera detrás de él en ese
momento y ese alguien hubiera dado a su brazo un gran impulso. Esa vez no se
oyó el rebote entre las plumas, sino un ruido chapoteante, como el que podría
hacer una palmada en la superficie de gelatina semisolidificada. El pájaro chilló
pero no de furia, sino de auténtico dolor. El tenebroso tremolar de sus alas llenó la
chimenea; un aire maloliente pasó junto a Mike como un huracán agitándole la
ropa. Entre toses y arcadas, retrocedió entre el polvo y el musgo que se
arremolinaban.
Volvió la luz, gris y débil al principio, pero cada vez más potente, mientras el ave
retrocedía. Mike rompió en lágrimas y, dejándose caer de rodillas, comenzó a
buscar trozos de azulejos enloquecidamente. Sin ser consciente, se adelantó con
las manos llenas de proyectiles (la luz le permitía ver que estaban manchados de
musgo y líquenes azul grisáceo, como lápidas de pizarra) hasta que llegó casi a la
boca de la chimenea. No dejaría, en lo posible, que el ave volviera a entrar.
Estaba allí, inclinado, con la cabeza torcida, tal como suelen ponerla en su
percha los pájaros adiestrados y Mike vio dónde le había dado con su último
proyectil. El ojo derecho había desaparecido casi por completo; en vez de aquella
centelleante burbuja de alquitrán fresco, había un cráter lleno de sangre. Un
engrudo gris blancuzco goteaba desde la comisura corriendo hasta el pico. En ese
chorro mórbido se retorcían diminutos parásitos.
Lo vio y se lanzó hacia adelante. Mike comenzó a arrojarle trozos de azulejo que
le golpearon en la cabeza y el pico. El ave se retiró por un momento y volvió a