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--¡No! -gritó el chico-. ¡No, no puedes!
                   La luz se iba borrando mientras el pájaro metía su cuerpo por el tubo de la
                chimenea. "Oh, Dios mío, ¿cómo no pensé que era casi todo plumas, que podía
                estrecharse?" La luz desapareció por completo. Sólo quedaban la negrura total, el
                sofocante olor del pájaro y el sonido susurrante de sus plumas.
                   Mike cayó de rodillas y comenzó a tantear el suelo curvo de la chimenea con las
                manos. Encontró un trozo de azulejo roto cuyos bordes filosos estaban forrados
                por algo que parecía musgo. Echó el brazo hacia atrás y lo arrojó. Se oyó un ruido
                seco. El ave repitió su gorgojeo zumbante.
                   --¡Sal de aquí! -aulló Mike.
                   Reinó el silencio... y luego se inició otra vez aquel sonido susurrante, como de
                papel de seda, al reanudar el pájaro su forcejeo por avanzar en el tubo. Mike palpó
                el suelo, encontró otros fragmentos de azulejo y comenzó a arrojarlos, uno tras
                otro. Rebotaban sordamente en el ave y tintineaban contra la curva de la
                chimenea.
                   "Por favor, Dios mío -pensó Mike-. Por favor, por favor, Dios mío..."
                   Entonces se le ocurrió que debía retroceder por el tubo. Había entrado por la
                base de la chimenea; lo lógico era que se estrechara hacia arriba. Podría
                retroceder escuchando ese susurro que lo seguía; si tenía suerte, tal vez llegara a
                un punto donde el ave no pudiera seguir avanzando.
                   Pero ¿y si el pájaro se atascaba?
                   En ese caso, él y el pájaro morirían juntos allí. Morirían juntos y juntos se
                pudrirían. En la oscuridad.
                   --¡Por favor, Dios mío! -vociferó, sin saber que había hablado en voz alta.
                   Arrojó otro fragmento de azulejo y esa vez su impulso fue más poderoso. Sintió,
                diría a los otros mucho después, como si alguien estuviera detrás de él en ese
                momento y ese alguien hubiera dado a su brazo un gran impulso. Esa vez no se
                oyó el rebote entre las plumas, sino un ruido chapoteante, como el que podría
                hacer una palmada en la superficie de gelatina semisolidificada. El pájaro chilló
                pero no de furia, sino de auténtico dolor. El tenebroso tremolar de sus alas llenó la
                chimenea; un aire maloliente pasó junto a Mike como un huracán agitándole la
                ropa. Entre toses y arcadas, retrocedió entre el polvo y el musgo que se
                arremolinaban.
                   Volvió la luz, gris y débil al principio, pero cada vez más potente, mientras el ave
                retrocedía. Mike rompió en lágrimas y, dejándose caer de rodillas, comenzó a
                buscar trozos de azulejos enloquecidamente. Sin ser consciente, se adelantó con
                las manos llenas de proyectiles (la luz le permitía ver que estaban manchados de
                musgo y líquenes azul grisáceo, como lápidas de pizarra) hasta que llegó casi a la
                boca de la chimenea. No dejaría, en lo posible, que el ave volviera a entrar.
                   Estaba allí, inclinado, con la cabeza torcida, tal como suelen ponerla en su
                percha los pájaros adiestrados y Mike vio dónde le había dado con su último
                proyectil. El ojo derecho había desaparecido casi por completo; en vez de aquella
                centelleante burbuja de alquitrán fresco, había un cráter lleno de sangre. Un
                engrudo gris blancuzco goteaba desde la comisura corriendo hasta el pico. En ese
                chorro mórbido se retorcían diminutos parásitos.
                   Lo vio y se lanzó hacia adelante. Mike comenzó a arrojarle trozos de azulejo que
                le golpearon en la cabeza y el pico. El ave se retiró por un momento y volvió a
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