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Y cuando vio los titulares en el periódico, al día siguiente ("Nuevos temores por
la desaparición de un niño"), pensó en la navaja que había arrojado al canal, en
aquellas iniciales E. C. grabadas en el mango. Pensó en la sangre que había visto
en el césped.
Y pensó en aquellos surcos que se interrumpían a la vera del canal.
VII. El dique en Los Barrens.
1.
Vista desde la autopista a las cinco menos cuarto de madrugada, Boston parece
una ciudad de muertos cavilando tristemente sobre alguna tragedia de su pasado;
una plaga, tal vez una maldición. Del océano viene el olor de la sal, pesado y
sofocante. Largas franjas de niebla matutina oscurecen, en su mayor parte, lo que
podría estar a la vista.
Mientras conduce hacia el norte, por Storrow Drive, el Cadillac 84 que ha
retirado de Limusinas Cape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puede sentirse la
edad de se lugar, tal vez como en ninguna otra ciudad de Norteamérica.
Comparada con Londres, Boston es un niño; comparada con Roma, un bebé de
pecho; pero para Norteamérica es vieja, viejísima. Ya estaba en esas lomas hace
trescientos años, cuando nadie había pensado en impuestos al té y a los sellos,
cuando los grandes próceres aún no habían nacido.
Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso del mar: todo eso pone nervioso a
Eddie. Cuando Eddie está nervioso necesita de su inhalador. Se lo mete en la
boca y dispara una nube de rocío revitalizante a su garganta.
Hay pocas personas en las calles por las que pasa, y sólo uno o dos peatones
en los puentes para cruce; ellos desmienten la impresión de haber caído en un
relato lovecraftiano, de ciudades condenadas, demonios ancestrales y monstruos
de nombres impronunciables. Allí, amontonados en torno de las señales que
indican paradas de autobús, hay camareras, enfermeras, empleados públicos,
rostros desnudos y abotagados por el sueño.
"Así me gusta -piensa Eddie, pasando bajo un cartel que reza: "Puente Tobin"-.
Así me gusta: limítense a los autobuses. Olvídense del metro. Los metros son
mala idea; yo no bajaría a ellos. Abajo no. En los túneles no.
Es una mala idea para tener en la cabeza; si no se deshace pronto de ella,
necesitará otra vez de su inhalador. Cabe agradecer que en el puente Tobin el
tránsito sea más denso. Pasa junto a un monumento en construcción; a un lado,
se lee una advertencia algo intranquilizante: ¡No corras! ¡Te esperamos!
Allí un letrero verde indica: I-95 a Maine. A toda Nueva Inglaterra. Le echa un
vistazo y, de pronto, un escalofrío lo sacude hasta los huesos. Sus manos se
sueldan momentáneamente al volante del Cadillac. Le gustaría creer que son los
primeros síntomas de alguna enfermedad, un virus, tal vez una de las "fiebres
intermitentes" de su madre, pero sabe que no es así. Es la ciudad erguida tras él,
silenciosamente detenida en el filo que separa el día de la noche, y lo que ese