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Era uno de esos perfectos días de verano que, en un mundo donde todo
estuviera en su sitio, uno jamás olvidaría. Una brisa moderada mantenía lejos a la
mayoría de mosquitos y tábanos. El cielo tenía un color azul seco y brillante. La
temperatura andaba por los veintidós o veintitrés grados. Los pájaros, cantando,
se ocupaban de sus pajariles asuntos en los matorrales y en los árboles. Eddie
tuvo que usar su inhalador una sola vez, pero su pecho se alivió de inmediato y su
garganta pareció ensancharse como por arte de magia. Pasó el resto de la
mañana con el chisme olvidado en el bolsillo trasero.
Ben Hanscom, que el día anterior pareció tan tímido e inseguro, se convirtió en
un general lleno de confianza en sí mismo, una vez dedicado de lleno a la
construcción del dique. De vez en cuando subía a la barranquilla y allí se erguía,
con las manos lodosas en las caderas, observando la obra en marcha, mientras
murmuraba para sí. A veces se mesaba el pelo, que, hacia las once de la mañana,
estaba erguido en descabellados y cómicos picos.
Eddie sintió, en un principio, inseguridad; después, una sensación de júbilo; por
fin, algo totalmente extraño, a un tiempo misterioso, atemorizante y estimulante.
Era una sensación tan ajena a su temperamento habitual que no pudo darle
nombre hasta que se fue a la cama, por la noche, y repasó el día con la vista
perdida en el techo. Poder. Eso había sido su sensación. Poder. Aquello daría
resultado, por Dios, y daría un resultado aún mejor de lo que él y Bill (tal vez el
mismo Ben) habían soñado.
Notó que también Bill se estaba entusiasmando; al principio, sólo un poco, aún
mascullando lo que tenía en mente, fuera lo que fuese; después, poco a poco, se
fue entregando a la tarea. Una o dos veces descargó una palmada en el carnoso
hombro de Ben diciéndole que era un tipo increíble. Ben enrojeció de satisfacción.
Ben hizo que Eddie y Bill pusieran una tabla cruzando el arroyo, mientras él
usaba la maza para asentarla en el lecho de la corriente.
--Listo; está clavada, pero tú tendrás que sostenerla para que la corriente no se
la lleve -dijo a Eddie.
Y Eddie quedó de pie en medio del arroyo, sujetando la tabla, mientras el agua,
al pasar por arriba, convertía sus manos en ondulantes estrellas de mar.
Ben y Bill instalaron una segunda tabla a medio metro de la primera, corriente
abajo. Ben usó nuevamente la maza para asentarla y, mientras su compañero la
sujetaba, comenzó a llenar el espacio entre las dos tablas con tierra arenosa de la
ribera. Al principio, el material salía por los extremos de las tablas en nubes
arenosas y a Eddie le pareció que aquello no iba a dar resultado, pero cuando Ben
empezó a agregar rocas y barro del lecho, las nubes de arenisca empezaron a
disminuir. En menos de veinte minutos había creado un abultado canal de tierra y
piedras entre las dos tablas, en medio del riachuelo. Pata Eddie, aquello era como
un sueño.
--Si tuviéramos cemento de verdad, en vez de sólo barro y piedras... tendrían
que cambiar de sitio toda la ciudad para mediados de la semana que viene -
aseguró Ben, arrojando la pala a un lado.
Se sentó en la orilla para recobrar el aliento, mientras Bill y Eddie reían. Él les
sonrió. Cuando sonreía, en las líneas de su cara aparecía el fantasma del apuesto
hombre que llegaría a ser. El agua había comenzado ya a agolparse tras las
tablas que hacían frente a la correntada.