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El daño fue reparado deprisa, pero hasta Eddie se dio cuenta de lo que pasaría
cuando no hubiera nadie allí para rellenarlo; tarde o temprano, la erosión haría que
la tabla superior se derrumbara contra la otra. Y entonces todo se vendría abajo.
--Podemos rellenar los lados -sugirió Ben-. Eso no impedirá la erosión, pero la
frenará un poco.
--Si usamos arena y lodo, ¿no seguirá yéndose con el agua? - preguntó Eddie.
--Usaremos manojos de pasto.
Ben asintió, sonriendo, e hizo una O con el pulgar el índice de la mano derecha.
--Vamos. Yo recogeré el césped y tú me dirás dónde ponerlos, Big; Ben.
Desde atrás, una voz estridente exclamó:
--¡Dios mío! ¡Alguien ha hecho una piscina en Los Barrens, con bronceadores
para el ombligo y todo!
Eddie se volvió, al notar que Ben se ponía tenso ante el sonido de aquella voz
extraña y que sus labios se apretaban. A cierta distancia, corriente arriba, en el
sendero que Ben había cruzado el día anterior, estaban Richie Tozier y Stanley
Uris.
Richie bajó a saltos hasta el arroyo. Después de echar a Ben una mirada de
interés, pellizcó a Eddie en la mejilla.
--¡No hagas eso! ¡Detesto que hagas eso, Richie!
--Oh, si te encanta, Ed -aseguró Richie, radiante-. ¿Qué me cuentas?
¿Disfrutando de buenas risadas o no?
5.
Hacia las cuatro, los cinco abandonaron el trabajo. Se sentaron en el barranco,
más arriba (el punto donde Bill, Ben y Eddie habían almorzado estaba ya bajo el
agua), para contemplar la obra. Hasta a Ben le costaba creérselo. Sentía una
mezcla de triunfo, cansancio e inquietud, casi miedo. Se descubrió pensando en la
película Fantasía y en el ratón Mickey, aprendiz de brujo, que había sabido lo
suficiente como para poner en marcha las escobas, pero no para detenerlas.
--Increíble, joder -dijo Richie Tozier, mientras se ajustaba las gafas.
Eddie le echó un vistazo, pero aquello no era una de sus actuaciones: Richie
estaba pensativo, casi solemne.
Al otro lado del riachuelo, donde la tierra se elevaba para inclinarse luego colina
abajo, habían creado un nuevo sector pantanoso. Los arbustos se erguían desde
treinta centímetros de agua. Detrás del dique, el Kenduskeag, llano e inocuo esa
misma mañana, se había convertido en una quieta y henchida extensión de agua.
Hacia las dos, el estanque ensanchado tras el dique había socavado tanto la
ribera que las esclusas habían tomado el tamaño de riachos. Todos, menos Ben,
salieron en una expedición de emergencia por el vertedero en busca de más
materiales. Ben, mientras tanto, rellenaba metódicamente las filtraciones.
Los expedicionarios volvieron, no sólo con tablas, sino con cuatro neumáticos
viejos, la portezuela herrumbrada de un Hudson 1949 y una gran chapa de acero
corrugado. Bajo la dirección de Ben, agregaron dos alas al dique original
bloqueando la salida del agua por los lados. Con esas alas inclinadas hacia atrás,
contracorriente, el dique funcionaba aún mejor que antes.