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Como si le leyera los pensamientos, Bill giró hacia él. Eddie le sonrió, pero no
hubo respuesta a su sonrisa. Bill apagó el cigarrillo y paseó la vista por los otros.
Hasta Richie se había retirado al silencio de sus propias cavilaciones, algo que
ocurría con la frecuencia de los eclipses lunares.
Eddie sabía que Bill rara vez decía algo de importancia, a menos que el silencio
fuera absoluto, porque le costaba mucho hablar. Y de pronto lamentó no tener
nada que decir. Deseó que Richie se lanzara con una de sus voces. Tuvo la súbita
seguridad de que Bill iba a abrir la boca para decir algo terrible, algo que lo
cambiaría todo. Eddie tomó su chisme y lo retuvo en la mano, sin darse cuenta.
--Oíd, ¿p-p-puedo cont-contaros a-aalgo? -pregunto Bill.
Todos lo miraron. "¡Suelta un chiste, Richie! -pensó Eddie-. Suelta un chiste, di
algo ridículo, avergüénzalo. Cualquier cosa con tal de que se calle. No sé qué va a
decir, pero no quiero escuchar. No quiero que las cosas cambien. No quiero tener
miedo."
En su mente, un susurro tenebroso graznó: "Te cobraré sólo diez centavos."
Eddie se estremeció y trató de imitar esa voz, junto con la súbita imagen que
despertaba en su mente: la casa de Neibolt Street, con su jardín delantero lleno de
hierbas; a un lado, enormes girasoles cabeceando en el patio descuidado.
--Por supuesto, Gran Bill -dijo Richie-. ¿De qué se trata?
Bill abrió la boca (más aflicción para Eddie), la cerró (bendito alivio para Eddie) y
volvió a abrirla (afliccion renovada).
--S-s-si os r-r-reís, n-n-no v-volveré a jun-juntarme c-c-con esta pandilla -dijo Bill-
. P-p-parece c-c-cosa de lo-lo-locos, pero os juro que no es m-m-mentira.
--No vamos a reír -aseguró Ben. Miró a los otros-.
Stan sacudió la cabeza. Richie hizo lo mismo.
Eddie quería decir: "Sí vamos a reír, Billy. Nos reiremos hasta desfallecer y
diremos que eres estúpido ¿Por qué no te callas?" Pero no lo dijo, por supuesto
Después de todo, era el Gran bill. Sacudió la cabeza; angustiado. No, no reiría.
Nunca en su vida había tenido menos ganas de reír.
Allí sentados, por encima de la represa que Ben les había enseñado a construir,
pasearon la vista entre la cara de Bill y el estanque, cada vez más amplio, y el
pantano que también se extendía más allá, para volver a la cara de Bill,
escuchando, en silencio. Él les contó lo que le había pasado al abrir el álbum de
fotografías de George: que el George de la fotografía escolar había girado la
cabeza para guiñarle un ojo, que el libro había sangrado al arrojarlo él al otro lado
de la habitación. Fue un relato largo y penoso. Cuando Bill terminó, estaba
enrojecido y sudando. Eddie nunca le había oído tartamudear tanto.
Pero al fin la historia quedó contada. Bill los miró sucesivamente, a un tiempo
temeroso y desafiante. Eddie vio una expresión idéntica en las caras de Ben,
Richie y Stan. Era de miedo solemne y respetuoso, sin el menor tinte de
incredulidad. Entonces sintió el impulso de levantarse bruscamente gritando:
"¡Tonterías! ¡Quién va a creer semejante idiotez! Y aunque tú la creas, no
pensarás que nosotros nos la tragamos, ¿no? ¡Las fotografías no guiñan el ojo!
¡Los álbumes no sangran! ¡Estás más loco que una cabra, Gran Bill!"
Pero no podía hacerlo porque ese miedo solemne estaba también en su cara.
No podía verlo, pero lo sentía.
"Vuelve, chico -susurró aquella voz áspera-: Te la chuparé gratis. ¡Vuelve!"