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-Eso. La cuestión es que te contagias la sífilis por follar con alguien que ya la
                tiene.
                   --¿Y qué te pasa? -preguntó Eddie.
                   --Te pudres -dijo Richie.
                   Eddie lo miró fijamente, espantado.
                   --Suena desagradable, lo sé, pero es cierto -confirmó Richie-. Lo primero que te
                desaparece es la nariz. A algunos tipos que tienen sífilis se les cae la nariz.
                Después el pito.
                   --P-p-por f-favor -rogó Bill-. Aacabo de c-c-comer.
                   --Vamos, hombre, estamos hablando de temas científicos - protestó Richie.
                   --Entonces -inquirió Eddie-, ¿qué diferencia hay entre la lepra y la sífilis?
                   --Que la lepra no te viene por follar -respondió Richie. Y estalló en un vendaval
                de risas que dejó confundidos tanto a Bill como a Eddie.



                   7.

                   A partir de ese día, la casa del 29 de Neibolt Street había adquirido una especie
                de fulgor en la imaginación de Eddie. Cuando miraba su patio lleno de hierbas, su
                porche desvencijado y las tablas clavadas a sus ventanas, se apoderaba de él una
                fascinación enfermiza. Seis semanas atrás, había dejado su bicicleta en la gravilla
                de la calle (la acera terminaba cuatro puertas más allá) para cruzar el prado hacia
                el porche de aquella casa.
                   El corazón le latía con fuerza y su boca tenía otra vez aquella sequedad. Al
                escuchar a Bill mientras contaba lo de esa horrible fotografía, comprendió que, al
                acercarse a esa casa, había sentido lo mismo que al entrar en la habitación de
                George. Se sentía como si hubiese perdido el control sobre sí mismo.
                   No sentía que sus pies se movieran. Era la casa la que, sombría y silenciosa,
                parecía acercarse a él.
                   Débilmente, oyó una locomotora Diesel en las vías y el ruido de las acopladuras.
                Estaban dejando algunos vagones en las vías laterales y enganchando otros para
                formar un convoy.
                   Su mano apretó el pulverizador, pero el asma, extrañamente, no se había
                cerrado como aquel día al huir del vagabundo de la nariz podrida. Sólo tenía la
                sensación de estar quieto observando el deslizarse sigiloso de la casa hacia él
                como sobre un par de vías ocultas.
                   Eddie miró bajo el porche. Allí no había nadie. Eso no le sorprendió. Estaban en
                primavera y los vagabundos aparecían en Derry a principios de otoño, en las seis
                semanas en que se podía conseguir trabajo en las fincas de los alrededores.
                Había patatas y manzanas que cosechar, cercas de nieve que reparar, graneros y
                techos que necesitaban retoques antes de que llegase diciembre.
                   No había vagabundos bajo el porche, pero sí abundantes señales de que habían
                estado allí: latas de cerveza vacías, botellas de licor vacías; una manta acartonada
                apoyada contra los cimientos como un perro muerto; montones de periódicos
                arrugados, un zapato y un olor como a basura. Había también una espesa capa de
                hojas marchitas.
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