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Terminaba en una punta de flecha que se arrastraba por la tierra. Por ella corría
                una espuma espesa y viscosa, amarillenta. La recorrían varios bichos.
                   Los rosales, que al pasar Eddie mostraban los primeros toques de verde
                primaveral, adquirieron un color negro muerto y hojaldroso.
                   --Te la chupo -susurró el leproso, mientras se levantaba.
                   Eddie corrió a su bicicleta. Fue una carrera igual a la de antes, sólo que ésta
                tenía algo de pesadilla, como cuando no podemos movernos sino con torturante
                lentitud por mucha prisa que nos demos... y en esos sueños, ¿no se oye, no se
                percibe siempre algo que nos va alcanzando? ¿No se huele siempre su aliento
                hediondo, como Eddie lo estaba oliendo?
                   Por un momento sintió una descabellada esperanza: tal vez eso era, en verdad,
                una pesadilla. Tal vez despertaría en su propia cama, bañado en sudor, tal vez
                hasta llorando... pero vivo. A salvo. Luego apartó la idea. Su encanto era
                mortífero; su consuelo, fatal.
                   No trató de subir inmediatamente a su bicicleta; corrió, en cambio, con ella, con
                la cabeza gacha, empujando el manillar. Se sentía como si se estuviera ahogando,
                no en agua, sino dentro de su propio pecho.
                   --Te la chupo -susurró el leproso otra vez-. Vuelve cuando quieras, Eddie. Trae a
                tus amigos.
                   Sus dedos podridos parecieron tocarle la parte posterior del cuello, pero tal vez
                fue sólo un hilo de telaraña desprendido del porche, adherido a su pelo, que
                rozaba su carne temerosa. Eddie subió de un salto a la bicicleta y se marchó a
                todo pedal sin importarle que su garganta se hubiera cerrado otra vez, sin
                importarle un bledo el asma, sin mirar hacia atrás. No miró atrás hasta que se
                encontró en su casa. Y por entonces, por supuesto, ya no había nada a su
                espalda, salvo dos chicos que iban hacia el parque a jugar a la pelota.
                   Esa noche, tendido en su cama, tieso como un atizador, con una mano
                aferrando el inhalador y la mirada perdida en las sombras, oyó otra vez el susurro
                del leproso: "De nada te servirá correr, Eddie."




                   8.

                   --Caray -dijo Richie, respetuosamente.
                   Era la primera vez que uno de ellos abría la boca desde que Bill Denbrough
                terminara su relato.
                   --¿T-t-t-tienes otro cici-cigarrillo, R-R-Richie?
                   Richie le dio el último del paquete que había cogido, casi vacío, del escritorio de
                su padre. Hasta se lo encendió.
                   --¿No lo soñaste, Bill? -preguntó Stan.
                   Bill sacudió la cabeza.
                   --N-no fue ningún s-s-sueño.
                   --Real -agregó Eddie, en voz baja.
                   Bill lo miró duramente.
                   --¿Q-qué?
                   --Real. -Eddie lo miraba casi con recelo-. Eso ocurrió de verdad. Fue real.
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