Page 216 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 216

Sin querer hacerlo, pero incapaz de evitarlo, Eddie había entrado reptando bajo
                el porche. Sentía que el corazón le palpitaba en la cabeza lanzando manchas de
                luz blanca a través de su campo visual.
                   Allí abajo el olor era más fuerte: alcohol, sudor y el aroma de las hojas
                putrefactas. Las hojas muertas ni siquiera crujían bajo las manos y las rodillas.
                Tanto ellas como los diarios viejos se limitaban a suspirar.
                   "Soy un vagabundo -pensó Eddie-. Soy un vagabundo que anda por las vías.
                Eso es lo que soy. No tengo dinero, no tengo casa, pero consigo una botella, un
                dólar y un lugar para dormir. Esta semana recogeré manzanas y patatas; la
                semana próxima, cuando la escarcha endurezca el suelo, qué me importa, subiré
                a un vagón que huela a remolacha azucarera y me sentaré en un rincón. Y si hay
                un poco de heno, me cubriré con él, tomaré un traguito, masticaré un bocado y
                tarde o temprano llegaré a Portland o a Beantown, y si no me echa algún guardia
                del ferrocarril, tomaré un tren rumbo al Sur y cuando llegue recogeré limones o
                limas o naranjas. Y si me pescan, construiré carreteras para que viajen los
                turistas. Qué diablos, no será la primera vez, ¿no? Soy sólo un viejo vagabundo
                solitario, no tengo dinero, no tengo casa, pero algo tengo: tengo una enfermedad
                que me está comiendo. La piel se me cuartea, se me caen los dientes, ¿y sabes
                qué?: siento que me estoy pudriendo como una manzana. Lo siento, siento que
                eso me come desde dentro hacia fuera, me come, me come..."
                   Eddie apartó a un lado la manta acartonada con el pulgar y el índice e hizo una
                mueca al sentir su tejido apelmazado. Una de las ventanas bajas del sótano
                estaba directamente a su espalda con un vidrio roto y el otro opaco de polvo. Se
                inclinó hacia adelante, sintiéndose casi hipnotizado. Se acercó a la ventana, se
                acercó a la oscuridad del sótano respirando olor a vejez, a moho y a podredumbre
                seca, se acercó cada vez más a lo negro. Sin duda el leproso lo habría atrapado si
                el asma no hubiera elegido ese momento, exactamente, para atacar. Le apretó los
                pulmones con un peso indoloro pero atemorizante; de inmediato, su respiración
                tomó aquel sonido familiar, detestable, sibilante.
                   Retrocedió y fue entonces cuando apareció la cara. Su aparición fue tan súbita,
                tan sorprendente (pero también tan esperada) que Eddie no habría podido gritar,
                aun sin el ataque de asma. Sus ojos se dilataron. Su boca se abrió. No era el
                vagabundo de la nariz carcomida, pero tenía cierto parecido. Un terrible parecido.
                Sin embargo... aquello no podía ser humano; Nada podía seguir con vida estando
                tan carcomido.
                   Tenía agrietada la piel de la frente. El hueso blanco, revestido por una mucosa
                amarilla, espiaba por allí como la lente de un reflector empañado. La nariz era un
                puente de cartílago desnudo sobre dos canales rojos, muy abiertos. Un ojo era
                jubilosamente azul; el otro, una masa de esponjoso tejido negro pardusco. El labio
                inferior del leproso caía hacia abajo como hígado. No tenía labio superior; sus
                dientes asomaban en un anillo libidinoso.
                   Sacó bruscamente una mano por el vidrio roto Sacó la otra a través del vidrio
                sucio de la izquierda reduciéndolo a fragmentos. Sus manos estaban llenas de
                llagas. Las babosas reptaban por ellas. Gimiendo y jadeando, Eddie se arrastró
                hacia atrás. Apenas podía respirar. Su corazón era una locomotora desbocada. El
                leproso parecía vestir los harapientos restos de algún extraño traje plateado. Por
                entre los mechones pardos de su cabeza reptaban cosas vivas.
   211   212   213   214   215   216   217   218   219   220   221