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Aquél fue el último tren de la Southern Seacoast que Eddie vio en su vida. Más
                adelante, al encontrarse con el señor Braddock, jefe de la estación de Derry, le
                preguntó qué había pasado.
                   --La compañía quebró -dijo el señor Braddock-. Eso es todo. ¿No lees los
                diarios? Está pasando lo mismo en todo el maldito país. Y ahora vete de aquí.
                Éste no es lugar para niños.
                   A partir de entonces, Eddie caminaba a veces por la vía cuatro, que había sido
                la línea costera, escuchando a un locutor mental que cantaba nombres dentro de
                su cabeza con monótona y encantadora entonación del Este. Esos nombres, esos
                nombres mágicos: Camden, Rockland, Bar Harbor, Wascasset, Bath, Portland,
                Ogunquit, Berwick; caminaba por la vía cuatro, hacia el este, hasta cansarse,
                hasta que las hierbas crecidas entre las traviesas lo entristecían; Una vez levantó
                la mirada y vio gaviotas (probablemente sólo gaviotas de vertedero, a las que
                importaba un bledo no ver jamás el océano, pero a él no se le había ocurrido
                pensarlo) que giraban y graznaban allá arriba. Aquel sonido lo hizo sollozar.
                   En cierta época había existido una verja de entrada a los patios de maniobras,
                pero había volado en una tormenta sin que nadie se molestara en reemplazarla.
                Eddie iba y venía a voluntad, aunque el señor Braddock lo ahuyentaba cuando lo
                veía (igual que a los otros chicos). A voces había camioneros que lo perseguían a
                uno (pero no demasiado), pensando que uno andaba por allí con ideas de robar
                algo... y a veces, así era.
                   Pero el sitio, en general, era tranquilo. Había una caseta de guardia, pero estaba
                desierta, con los vidrios de las ventanas rotos desde 1950, más o menos, no
                existía ningún servicio de seguridad permanente. El señor Braddock ahuyentaba a
                los niños durante el día y, por las noches, un sereno pasaba cuatro o cinco veces,
                con un viejo Studebaker que llevaba un potente reflector instalado junto al
                radiador. Eso era todo.
                   Sin embargo, a veces había vagabundos y malvivientes. Si algo asustaba a
                Eddie, eran ellos: aquellos hombres de mejillas sin afeitar, piel resquebrajada y
                ampollas en las manos y en los labios. Pasaban un tiempo viajando por las vías;
                luego bajaban para quedarse en Derry hasta que subían a otro tren y se iban a
                otra parte. A veces les faltaban dedos. Habitualmente estaban borrachos y le
                pedían a uno cigarrillos.
                   Un día, uno de esos tipos había salido a rastras de debajo del porche de la casa,
                en el 29 de Neibolt, para ofrecer a Eddie "chupársela por veinticinco centavos".
                Eddie retrocedió, con la piel helada y la boca seca amo naftalina. Tenía carcomida
                una de las aletas de la nariz. Se veía directamente el canal rojo y escamoso.
                   --No tengo veinticinco centavos -dijo Eddie, retrocediendo hacia su bicicleta.
                   --Te lo hago por diez -graznó el vagabundo, avanzando hacia él.
                   Vestía roídos pantalones de franela verde. Un bulto le creció en los pantalones.
                Se bajó la cremallera y metió la mano. Trataba de sonreír. Su nariz era un espanto
                rojo.
                   --No... tampoco tengo diez -dijo Eddie.
                   Y de pronto pensó: "Oh, Dios mío, tiene lepra. Si me toca, voy a contagiarme."
                Entonces perdió la serenidad y echó a correr. Oyó que el vagabundo lo seguía,
                arrastrando patéticamente los pies.
                   --¡No te vayas, chico! Te la chupo gratis. ¡No te vayas!
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