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productos manufacturados para esas ciudades que la gente de Maine solía llamar
                "las grandes del norte". A Eddie le gustaba, sobre todo, contemplar los vagones
                que pasaban cargados de coches; relucientes Ford y Chevrolet. "Algún día tendré
                un coche como ésos -se prometía-. Como ésos o todavía mejor. ¡Hasta un
                Cadillac!"
                   Había, en total, seis vías, que entraban en la estación como telarañas tendidas
                hacia el centro: Bangor y las grandes líneas del norte por un lado, las del sur y
                Maine del oeste, las de Boston y Maine desde el sur y las de la costa, procedentes
                del este.
                   Un día, dos años antes, mientras Eddie contemplaba el paso de un tren por las
                vías de la costa, un ferroviario borracho le había arrojado una caja desde un tren
                que pasaba a poca velocidad. Eddie lo esquivó y la caja aterrizó a tres metros de
                distancia. Estaba llena de cosas, de cosas vivas que repiqueteaban y se movían.
                   --¡Ultima vuelta, chico! -gritó el ferroviario borracho. Sacó un botellín del bolsillo
                trasero y bebió.
                   Después lo estrelló contra el suelo y gritó-: ¡Llévale eso a tu mamá! ¡Cortesía de
                esta maldita Línea de la Costa que nos deja en la calle!
                   Mientras decía esas palabras, se tambaleó, ya que el tren iba cobrando
                velocidad. Por un momento, Eddie pensó que iba a caerse.
                   Cuando el tren desapareció, Eddie se acercó a la caja y se inclinó
                cautelosamente hacia ella. Lo que había dentro se arrastraba, tembloroso. Si el
                ferroviario hubiera dicho que eran para él, eddie habría dejado todo allí. Pero el
                hombre había dicho que se las llevase a su madre. Y Eddie, como Ben, saltaba en
                cuanto se mencionaba a su madre.
                   Cogió un trozo de cuerda y ató el cajón al cesto de su bicicleta.
                   Su madre estudió el contenido con más desconfianza que él y lanzó un alarido...
                más de placer que de terror. En el cajón había cuatro grandes langostas con las
                pinzas abiertas con cuñas. Ella las preparó como cena y se enfurruñó mucho
                porque Eddie no quiso probarlas.
                   --¿Qué crees que comen los Rockefeller esta noche en Bar Harbor? -preguntó-.
                ¿Qué crees que cenan los ricachos de Nueva York? ¿Bocadillos de mermelada y
                mantequilla de cacahuete? ¡Comen langosta, Eddie, igual que nosotros! Y ahora
                anda, prueba.
                   Pero Eddie no quería. Al menos eso era lo que su madre decía. Tal vez era
                verdad, pero él hubiera dicho que no podía. No dejaba de pensar en los
                movimientos dentro del cajón y en los repiqueteos de las pinzas. Ella siguió
                diciéndole que era un plato estupendo y que él estaba perdiéndoselo hasta que el
                chico, jadeando, tuvo que usar su chisme. Entonces lo dejó en paz.
                   Eddie se retiró a su habitación para leer. Su madre llamó a Eleanor Dunton, una
                amiga. Eleanor fue de visita y las dos se dedicaron a leer fotonovelas viejas y
                revistas de cotilleos, riendo como chiquillas y atiborrándose de langosta. A la
                mañana siguiente, cuando Eddie se levantó para ir a la escuela, su madre aún
                roncaba en su cama, dejando escapar frecuentes pedos que sonaban como largas
                y suaves notas de trompeta (estaba "tirándose unos buenos", habría dicho Richie).
                En la ensaladera sólo quedaban algunas manchitas de mayonesa.
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