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--¿Quieres que te la chupe, Eddie? -graznó la aparición, sonriendo con los
restos de su boca y canturreando-: Bobby cobra sólo diez y quince por otra vez y
si quieres lo hace tres. -Guiñó el ojo-. Ése soy yo, Eddie: Bob Gray. Y ahora que
nos hemos presentado debidamente...
Una de sus manos cogió el hombro derecho de Eddie. El chico lanzó un grito
débil.
--No te asustes -dijo el leproso.
Y Eddie vio, con terror de pesadilla, que estaba saliendo por la ventana. El
escudo de hueso que tenía tras la frente medio pelada rompió el fino soporte de
madera que separaba los dos vidrios. Sus manos se agarraron a la tierra musgosa
cubierta de hojas. Las hombreras plateadas de su traje... de su disfraz, o lo que
fuera... comenzaron a pasar por la- abertura. Aquel único ojo azul y centelleante
no se apartaba de la cara de Eddie.
--Aquí vengo, Eddie, no te asustes -graznó-. Te gustará estar aquí abajo, con
nosotros. Aquí abajo hay algunos amigos tuyos.
Su mano se estiró otra vez. En algún rincón de su mente enloquecida por el
pánico, Eddie tuvo la súbita y fría seguridad de que, si aquella cosa tocaba su piel
desnuda, él también empezaría a pudrirse. La idea quebró su parálisis. Reptó
hacia atrás en cuatro patas, luego giró en redondo y se arrojó de cabeza hacia el
otro extremo del porche. La luz del sol, que caía en rayos estrechos y polvorientos
por entre las rendijas de las tablas del porche, rayaba su cara. Su cabeza empujó -
a través de las sucias telarañas que se enredaban en el pelo. Miró sobre su
hombro y vio que el leproso ya tenía medio cuerpo fuera.
--De nada te servirá correr, Eddie -anunció.
El chico había llegado al otro extremo del porche, donde había una verja de
madera a través de la cual pasaba el sol imprimiendo diamantes de luz en su
frente y sus mejillas. Bajó la cabeza y se arrojó contra ella sin vacilar, arrancando
la verja con un chirrido de clavos herrumbrosos. Detrás había una maraña de
rosales y Eddie pasó por ella, levantándose a tropezones, sin sentir las espinas
que le abrían leves cortes en los brazos, la cara y el cuello.
Giró en redondo y retrocedió sobre sus flojas piernas, sacando el inhalador del
bolsillo. Todo eso no podía estar ocurriendo. Él había estado pensando en el
vagabundo y su mente... bueno... le había montado un numerito, le había
mostrado una película de terror, como las de la matinée del sábado, con
Frankenstein y el Hombre Lobo, de las que daban a veces en el Bijou, el Gem o el
Aladdin Claro, eso era todo. ¡Se había asustado solo! ¡Qué tonto!
Tuvo tiempo hasta de emitir una risa temblorosa ante la osadía de su
imaginación, antes de que las manos podridas salieran disparadas de bajo el
porche, lanzando zarpazos a los rosales con demencial ferocidad, arrancándolos,
dejando en ellos gotas de sangre.
Eddie lanzó un chillido.
El leproso estaba saliendo. Vestía un traje de payaso, un traje de payaso con
grandes botones naranja en la pechera. Al ver a Eddie, sonrió. Su semiboca se
abrió dejando salir la lengua. Eddie volvió a chillar, pero nadie hubiera podido oír
su chillido sofocado por el estrépito de la locomotora diesel en las vías. La lengua
del leproso no se había limitado a asomar. Medía casi un metro y se
desenroscaba como los cornetines de papel que reparten en las fiestas.