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Un venado ha salido a la carretera. Oye el ligero golpe de sus cascos blandos en
                el pavimento.
                   El aliento de Richie se interrumpe en medio de una exhalación; luego empieza
                otra vez lentamente. Mira, aturdido; una parte de él piensa que nunca vio algo así
                en Rodeo prive. No, hacia falta que volviese a la ciudad natal para ver algo así.
                   Es una hembra. Ha salido de los bosques a la derecha y se detiene en medio de
                la carretera 7, con las patas delanteras a un lado de la línea discontinua, las
                traseras al otro. Sus ojos oscuros miran mansamente a Richie Tozier. Él lee en
                esos ojos interés, pero no miedo.
                   Lo mira, maravillado, pensando que es un presagio, un portento, alguna de esas
                tonterías que dicen las adivinas. Y de pronto, inesperadamente, vuelve a él un :
                recuerdo del señor Nell. ¡Cómo los asustó aquel día, al caer sobre ellos tras los
                relatos de Bill, Ben y Eddie!
                   Mientras contempla al venado, Richie aspira profundamente y se descubre
                hablando con una de sus voces... pero es, por primera vez en veinticinco años, la
                voz del policía irlandés, incorporada a su repertorio después de aquel día
                memorable. Sale, en la mañana silenciosa, más potente, más grande de lo que
                Richie hubiera creído.
                   --¡Por las barbas de Cristo! ¿Qué hace una chica como tú en esta tierra olvidada
                de Dios, animalito? ¡Maldita sea! ¡Será mejor que te largues!
                   Antes de que mueran los ecos, antes de que el primer arrendajo asustado pueda
                reñirle por su sacrilegio el venado agita la cola como si fuera una bandera de
                tregua y desaparece entre los abetos humosos a un lado de la carretera, dejando
                sólo un montoncito de píldoras humeantes para demostrar que, aun a los treinta y
                siete años, Richie Tozier sigue siendo capaz de soltarse uno bueno de vez en
                cuando.
                   Richie se echa a reír. Al principio es sólo una risita entre dientes, pero luego se
                ríe su propia ridiculez: de pie a la luz del alba de una mañana de Maine, a cinco
                mil kilómetros de su casa, gritándole a un venado con acento de policía irlandés.
                Las carcajadas se convierten en risitas, las risitas se convierten en bufidos, los
                bufidos en aullidos y, finalmente, se ve obligado a apoyarse contra el coche
                porque las lágrimas le corren por la cara y se pregunta, confusamente, si no va a
                orinarse en los pantalones. Cada vez que empieza a dominarse, su vista cae
                sobre ese manojo de pelotitas y estalla en nuevos accesos de risa.
                   Resoplando y gimiendo, por fin logra sentarse otra vez al volante y poner en
                marcha el Mustang. Un camión cargado de fertilizantes químicos pasa con
                estrépito. Después de dejarlo pasar, Richie reinicia la marcha hacia Derry. Ahora
                se siente mejor, más sereno... o tal vez es sólo porque se está moviendo, dejando
                el camino atrás, y el sueño ha vuelto a imponerse.
                   Vuelve a pensar en el señor Nell, en el señor Nell aquel día junto al dique. El
                señor Nell preguntó a quién se le había ocurrido aquella travesura. Recuerda que
                los seis se miraron hasta que Ben se adelantó un paso, pálido, con los ojos bajos,
                la cara temblorosa, esforzándose por no balbucear. El pobre chico habrá pensado
                que iban a echarle de cinco a diez años de cárcel por inundar las alcantarillas de
                Witcham Street, piensa Richie, pero de cualquier modo se hizo responsable. Y con
                eso los obligó a todos a adelantarse para respaldarlo. Era eso o pasar por
                cobardes. Y sus héroes televisivos no eran cobardes. Eso los unió para siempre,
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