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--... nunca decía nada -terminó Stan, sonriendo.
                   --Eso.
                   --Stan no es capaz de decir "mierda" aunque la tenga en la boca -dijo Richie-. Y
                mira que muchas veces tiene la boca llena de eso. ¡Alelu...!
                   --B-b-basta, Richie -dijo Bill.
                   --Bueno, pero primero debo deciros otra cosa, aunque me duela en el alma.
                Creo que estáis perdiendo el dique. El valle está a punto de inundarse,
                compinches. Saquemos primero a las mujeres y los niños.
                   Y Richie, sin molestarse en recogerse los pantalones, ni siquiera en quitarse las
                bambas, saltó al agua y empezó a plantar trozos de césped contra el ala más
                próxima de la represa, donde la correntada empezaba a brotar en arroyos lodosos.
                Sus anteojos tenían una patilla remendada con cinta adhesiva, y el extremo suelto
                le flameaba contra el pómulo mientras trabajaba. Bill sorprendió la mirada de
                Eddie y sonrió, encogiéndose de hombros. Así era Richie. Era capaz de
                enloquecer a uno... pero resultaba una agradable compañía.
                   Pasaron una hora más trabajando en el dique. Richie obedecía de buena gana
                las órdenes de Ben (que se habían vuelto algo vacilantes, con otros dos chicos
                bajo su mando) y las cumplía a ritmo frenético. Cuando cada tarea quedaba
                acabada, se presentaba nuevamente ante Ben para recibir otra misión, ejecutando
                un saludo militar, mientras entrechocaba los talones mojados de sus bambas. De
                vez en cuando arengaba a los otros con una de sus voces, ya la del comandante
                alemán, ya la de Toodles, el mayordomo inglés, el senador del Sur (que se
                parecía bastante al Gallo Claudio y, con el correr del tiempo, originaría un
                personaje llamado Buford Baboso) y el locutor de Noticiarios Cinematográficos.
                   La obra no avanzaba: volaba. Poco antes de las cinco, mientras descansaban
                sentados en la ribera, parecía que ya tenían el asunto dominado. La portezuela de
                coche, la lámina de acero arrugado y los viejos neumáticos se habían convertido
                en la segunda etapa del dique, todo ello sostenido por una colina de tierra y
                piedras. Bill, Ben y Richie fumaban; Stan estaba tendido de espaldas. Se habría
                pensado que estaba mirando el cielo, pero Eddie lo conocía bien. Stan estaba
                observando los árboles al otro lado del arroyo, atento a cualquier pájaro que
                pudiera anotar en su libreta esa noche. Eddie se había sentado con las piernas
                cruzadas, placenteramente cansado y bastante feliz. En ese momento, los otros le
                parecían los mejores tíos con quienes uno podía entablar amistad. Encajaban
                bien; era como si los bordes de cada uno coincidieran con los de los otros. No
                hubiera podido explicarlo mejor, y en realidad no había por qué explicarlo. Decidió
                que bastaba con que fuera así.
                   Miró a Ben, que sostenía con torpeza su cigarrillo a medio fumar escupiendo con
                frecuencia, como si no le gustara su sabor. Le vio apagarlo y cubrir con tierra la
                larga colilla.
                   Ben levantó la vista. Al ver que Eddie lo observaba, desvió los ojos,
                avergonzado.
                   Entonces Eddie se volvió hacia Bill y vio en su cara algo que no le gustó. Bill
                estaba mirando los árboles y los matorrales, al otro lado del arroyo, con los ojos
                grises y pensativos. Esa expresión cavilosa estaba otra vez allí. Se lo veía casi
                como perseguido por fantasmas.
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