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cartel le promete. Está enfermo, si, de eso no cabe duda, pero no se trata de un
                virus ni de una fiebre intermitente. Ha sido envenenado por sus propios recuerdos.
                   "Tengo miedo -piensa Eddie-. Era eso lo que estaba siempre en el fondo. El
                miedo. Eso era todo. Pero al final, creo que, de algún modo, lo invertimos. Lo
                usamos. ¿Cómo?"
                   No lo recuerda. Se pregunta si alguno de los otros lo recordará. Por el bien de
                todos, espera que así sea.
                   Un camión pasa zumbando a su izquierda. Eddie, que aún lleva las luces
                encendidas, hace un guiño con los faros en cuanto el camión se adelanta a
                distancia prudencial. Lo hace sin pensar. Se ha convertido en algo automático,
                como parte de su trabajo de conducir. El invisible conductor del camión, a su vez,
                hace dos rápidos guiños con sus intermitentes, agradeciéndole la cortesía. "Si
                todo fuera tan fácil y sencillo", piensa Eddie.
                   Sigue los carteles hasta la I-95. El tránsito hacia el norte es escaso, aunque las
                vías hacia el sur, a la ciudad, comienzan a llenarse a pesar de la hora temprana.
                Eddie conduce el gran coche como flotando, previendo casi todas las señales de
                tráfico y ubicándose en el carril correcto mucho antes de lo necesario. Hace años,
                literalmente, que no pasa de largo ante la salida buscada. Elige sus carriles tan
                automáticamente como ha indicado al camionero que podía adelantar sin
                problemas, tan automáticamente como, en otros tiempos, encontró el camino en el
                laberinto de senderos de Los Barrens, allá en Derry. El hecho de que nunca antes
                había conducido por los alrededores de Boston, una de las ciudades más
                confusas de Norteamérica para el automovilista, no parece preocuparle.
                   De pronto recuerda algo más sobre aquel verano, algo que Bill le dijo un día:
                "Tienes una b-b-brújula en la c-c-cabeza, E-E-Eddie."
                   ¡Qué complacido quedó con eso! Vuelve a sentirse complacido mientras el
                Cadillac 1984 vuela hacia el peaje. Aumenta la velocidad hasta el límite legal de
                cien kilómetros por hora y busca música relajada en la radio En aquellos tiempos
                habría podido morir por Bill, si hubiera sido necesario. Con que Bill se lo hubiera
                pedido, Eddie se habría limitado a responder: "Por supuesto, Gran Bill. ¿Tienes
                pensado cuándo?"
                   Eddie ríe, no mucho, sólo un resoplido, pero basta para provocarle una risa de
                verdad. Ultimamente no ríe casi nunca, y en ese negro peregrinaje no esperaba,
                por cierto, mucha risada (esa palabra era de Richie; quería decir carcajadas, como
                cuando preguntaba: "¿Alguna buena risada por tu lado en lo que va del día,
                Eds?"). Pero es de suponer que, si Dios tiene la crueldad de conceder a los fieles
                lo que más desean en la vida, bien puede caer en la perversidad de repartir una o
                dos risadas por el camino.
                   --¿Alguna buena risada por tu lado, últimamente, Eds? - pregunta en voz alta.
                   Y vuelve a reír. Joder, cómo detestaba que Richie le llamara Eds... Pero
                también, en cierto modo, le gustaba. Así como a Ben Hanscom terminó por
                gustarle, tal vez, que Richie le llamara parva. Era algo así como... un nombre
                secreto. Una identidad secreta. Un modo de ser alguien completamente aparte de
                los miedos, las esperanzas, las exigencias de los padres. Richie no sacaba bien
                una sola de sus bienamadas voces, pero tal vez sabía lo importante que era, para
                descastados como ellos, convertirse a veces en otras personas.
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