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Le gustaba sentarse allí en el verano, cuando el agua, de tan baja, gorgoteaba
                entre las piedras y hasta se separaba en arroyuelos que se arremolinaban. Le
                gustaba al iniciarse la primavera, justo después del deshielo; entonces había que
                quedarse de pie junto al canal, porque estaba tan frío que congelaba el trasero; él
                pasaba allí una hora o más, encapuchado en su viejo chaquetón, que le quedaba
                pequeño desde hacía dos años, con las manos metidas en los bolsillos, sin darse
                cuenta de que su delgado cuerpo temblaba y se sacudía. En la semana siguiente
                al deshielo, el canal tenía un poder terrible, irresistible. A él le fascinaba el modo
                en que el agua hervía de espuma al salir del arco adoquinado, y rugía al pasar
                junto a él, llevando palos, ramas y toda clase de desechos. Más de una vez se
                había imaginado junto al canal, a principios de primavera, en compañía de su
                padrastro; se imaginaba dando un buen empujón a ese hijo de puta. El caería con
                un grito, revoloteando los brazos en busca de equilibrio, y Eddie treparía al
                parapeto de cemento para ver cómo lo arrastraba la corriente; su cabeza sería un
                bulto negro y bamboleante en medio de esas pequeñas olas rebeldes, coronadas
                de blanco. Erguiría bien la espalda, sí, y se haría bocina con las manos para
                aullar:
                   --¡Eso fue por Dorsey, maldito bastardo! ¡Nos veremos en el infierno!
                   Eso no ocurriría nunca, por supuesto, pero era una fantasía grandiosa. Un sueño
                grandioso para soñarlo allí, sentado junto al canal; en su...
                   Una mano ciñó el pie de Eddie.
                   El chico estaba mirando más allá del canal, hacia la escuela, con una sonrisa
                adormilada y complacida, mientras imaginaba a su padrastro arrastrado por la
                correntada de primavera, fuera de su vida para siempre. Aquella mano lo
                sobresaltó a tal punto que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al canal.
                   "Es uno de los invertidos de los que se habla", pensó, y miró hacia abajo. Quedó
                boquiabierto y a continuación se orinó de miedo en los vaqueros. No era un
                invertido.
                   Era Dorsey.
                   Dorsey, tal como lo habían enterrado. Dorsey, con su chaqueta azul y sus
                pantalones grises; sólo que ahora la chaqueta estaba hecha jirones enlodados, y
                la camisa era un harapo amarillo y sus pantalones se adherían húmedamente a
                sus piernas como palos de escoba. Y su cabeza estaba horriblemente deformada,
                como si se la hubieran hundido por atrás y se hubiera abultado hacia delante.
                   Dorsey sonreía.
                   --Eddieeee -graznó su hermano muerto, tal como uno de los muertos que salían
                de la tumba en las historietas de terror. La sonrisa de Dorsey se acentuó. Sus
                dientes amarillos relucieron. En aquella oscuridad, en alguna parte, había cosas
                que parecían retorcerse.
                   --Eddieeee... He venido a verte, Eddieeee...
                   Eddie trató de gritar. Lo sacudían oleadas de horror, y tuvo la sensación de estar
                flotando. Pero no era un sueño; estaba despierto. La mano ceñida a su zapatilla
                era blanca como panza de trucha. Los pies descalzos de su hermano se adherían
                al cemento. Uno de sus talones había sido arrancado de un mordisco.
                   --Baja, Eddieeee...
                   Eddie no pudo gritar. Sus pulmones no tenían aire suficiente como para un grito.
                Extrajo un sonido gemebundo, curiosamente agudo. Cualquier voz más potente
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