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siguiente. Richie preguntó a Stan si iría a Los Barrens en la semana siguiente.
                Stan dijo que sí, siempre que su padre no decidiera dejarlo castigado.
                   --Venga, Stan, fue sólo una ventana -dijo Richie.
                   --Sí, pero grande -replicó Stan, antes de colgar.
                   Richie se acordó de Ben Hanscom. Buscó en la guía y halló a una tal Arlene
                Hanscom. Era el único nombre de mujer entre los cuatro Hanscom anotados, de
                modo que Richie se arriesgó a llamar:
                   --Me gustaría ir, pero ya me gasté la asignación -dijo Ben. Lo dijo como si le
                avergonzara admitirlo; en realidad se había gastado todo en golosinas, pastas,
                refrescos y bocadillos.
                   Richie, que tenía dinero (y a quien no le gustaba ir al cine solo), propuso:
                   --Yo pago las entradas. Puedes devolvérmelo después.
                   --¿Sí? ¿De veras?
                   --Seguro -exclamó Richie-. ¿Por qué no?
                   --¡De acuerdo! -aceptó Ben, feliz-. ¡Oh, será grandioso! ¡Dos películas de terror!
                ¿Una es de hombres lobo?
                   --Sí.
                   --¡Guau! ¡Me encantan las películas de hombres lobo!
                   --Bueno, no te vayas a mojar los pantalones.
                   Ben se echó a reír.
                   --Nos encontramos delante del Aladdin, ¿te parece bien?
                   --Sí, de acuerdo.
                   Richie colgó y se quedó mirando el teléfono, pensativo. De pronto se le ocurrió
                que Ben Hanscom estaba muy solo.



                   8.

                   El día era claro y fresco; había brisa. Richie caminaba casi bailando por Center
                Street hacia el Aladdin chasqueando los dedos y canturreando Rockin Robin por lo
                bajo. Se sentía muy bien. Ir al cine siempre lo hacía sentir bien; le encantaba ese
                mundo mágico, esos sueños mágicos. Sintió pena por todos los que tuvieran algo
                que hacer en un día tan bonito: Bill, con su terapia; Eddie, con sus tías; y el pobre
                Stan el Galán, que pasaría la tarde fregando los escalones del porche o barriendo
                el garaje sólo porque había roto una ventana.
                   Richie sacó el yo-yo que llevaba en el bolsillo trasero para practicar un poco.
                Ansiaba adquirir esa habilidad, pero hasta el momento no había tenido éxito. Ese
                maldito chisme se le enredaba en los dedos.
                   De pronto vio a una chica de falda tableada beige y blusa blanca, sin mangas,
                sentada en un banco ante la tienda de Shook. Estaba tomando algo que parecía
                un helado de pistacho. El pelo castaño-rojizo, brillante, cuyos reflejos parecían
                cobrizos y a veces casi rubios, le llegaba a los omóplatos. Richie sólo conocía a
                una chica con ese color de pelo: Beverly Marsh.
                   A Richie le gustaba mucho Bev. Bueno, le gustaba, sí, pero no de ese modo. La
                admiraba por su aspecto (y sabía que no era el único; las chicas como Sally
                Mueller y Greta Bowie odiaban a beverly como a la peste; aún eran demasiado
                jóvenes para comprender que, teniéndolo todo con tanta facilidad, tuvieran que
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