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competir en materia de aspecto con una chica que vivía en esos apartamentos
                horribles de la parte baja de Main Street), pero sobre todo porque era fuerte y
                poseía un agudo sentido del humor. Además, solía tener cigarrillos. Le gustaba, en
                resumen, porque era una buena tía. De cualquier modo, una o dos veces se había
                sorprendido preguntándose qué color de bragas llevaría bajo sus cortas faldas
                algo desteñidas.
                   Al acercarse al banco Richie cerró el cinturón de su invisible impermeable, se
                bajó un invisible sombrero y fingió ser Humphrey Bogart. Agregando la voz
                correcta, se convirtió en Humphrey Bogart... al menos a su modo de ver. Para
                cualquier otro, parecía Richie Tozier con un leve resfriado.
                   --Hola, cariño -dijo, acercándose al banco-. A qué esperar aquí el autobús. Los
                nazis nos han cortado la retirada. El último avión sale a medianoche. Tú viajarás
                en él, cariño. Y también yo... pero yo me las arreglaré.
                   --Hola, Richie -dijo Bev.
                   Cuando giró hacia él se le vio un moretón en la mejilla derecha, como la sombra
                del ala de un cuervo. Una vez más, Richie quedó asombrado ante su tipo... pero
                en ese momento Richie pensó que era realmente bella. Nunca se le había ocurrido
                que pudiera haber chicas bellas fuera de las películas, ni que él pudiera conocer a
                una Tal vez era ese moretón lo que le hacía ver la posibilidad de su belleza: un
                contraste, un defecto peculiar que primero atraía la atención y después, de algún
                modo, definía el resto: los ojos azulgrisáceos, los labios naturalmente rojos, la piel
                de niña, tersa e impecable. Había una salpicadura de diminutas pecas en su nariz.
                   --¿Se te ha perdido algo? -preguntó ella, sacudiendo la cabeza con arrogancia.
                   --Tú, cariño. Te has puesto verde como queso gruyere. Pero cuando salgamos
                de Casablanca irás al mejor sanatorio. Te volveremos blanca otra vez. Lo Juro por
                mi santa madre.
                   --No seas idiota, Richie. No te pareces en nada a Humphrey Bogart. -Pero al
                decirlo sonrió.
                   Richie se sentó a su lado.
                   --¿No vas al cine?
                   --No tengo dinero -dijo ella-. ¿Me dejas ver tu yo-yo?
                   El se lo dio.
                   --Tendría que arrojarlo al río -le dijo-. No funciona correctamente.
                   Ella pasó el dedo por el anillo del cordel y Richie se ajustó las gafas para ver lo
                que hacía. Beverly puso la palma hacia arriba, con el Duncan bien sujeto en la
                palma de su mano ahuecada y dejó deslizar el yo-yo por el dedo índice. Llegó
                exactamente hasta el extremo del cordel y quedó suspendido. Cuando ella recogió
                los dedos, como para llamar a alguien, el artefacto despertó y trepó por el hilo
                hasta su mano.
                   --Vaya -se asombró Richie.
                   --Eso es cosa de niños -dijo Bev-. Mira esto.
                   Volvió a arrojar el yo-yo. Lo dejó suspendido por un momento y luego lo hizo
                realizar una serie de secas ascensiones, hasta subir a su mano otra vez.
                   --Basta -protestó Richie-. Detesto las exhibiciones.
                   --¿Y qué te parece esto? -preguntó Bev, con una dulce sonrisa.
                   Llevó el Duncan rojo atrás y delante, terminando con dos vueltas completas (con
                las cuales estuvo a punto de golpear a una anciana, que los fulminó con la
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