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--Oh, Richie, qué loco eres -protestó ella, riendo otra vez. Pero ¿no estaba
                también un poco ruborizada? En todo caso, eso la hacía aún más bonita-.
                Levántate si no quieres que te arrastren.
                   Él se levantó y volvió a caer a su lado. Estaba con- vencido de que unas pocas
                tonterías siempre servían contra el mareo.
                   --¿Quieres venir?
                   --Claro -aceptó ella-. Gracias. ¡Imagínate, es la primera vez que recibo una
                proposición! No veo la hora de anotarlo en mi diario esta noche.
                   Apretó las manos contra el pecho, parpadeando. Luego se echó a reír.
                   --Por qué no dejas de hablar de proposiciones -protestó Richie.
                   Ella suspiró.
                   --No eres muy romántico, Richie.
                   --No lo soy, joder.
                   Pero se sentía encantado. El mundo, de pronto, era un lugar claro y amistoso.
                Se descubrió mirándola de reojo de vez en cuando mientras ella contemplaba los
                escaparates: los vestidos y camisones de Cornell-Hopley, las toallas y cacerolas
                del bazar. Y echaba miradas subrepticias a su pelo, al contorno de su mentón.
                Observó sus brazos desnudos. Vio el borde de su enagua. Y todo eso le encantó.
                No habría podido decir por qué, pero lo ocurrido en el cuarto de George
                Denbrough nunca le había parecido más lejano que en ese momento.
                   Era hora de irse, hora de encontrarse con Ben, pero se quedaría allí un
                momento más, mientras ella miraba escaparates, porque era agradable mirarla y
                estar con ella.



                   9.


                   Los chicos estaban sacando sus entradas ante la taquilla del Aladdin y entrando
                en el vestíbulo. Mirando por las puertas de vidrio, Richie vio una multitud en el
                mostrador de golosinas. La máquina de hacer palomitas estaba sobrecargada: su
                tapa grasienta no dejaba de subir y bajar. Ben no estaba por ninguna parte.
                Preguntó a Beverly si ella lo había visto, pero la chica sacudió la cabeza.
                   --Tal vez ya entró.
                   --Dijo que no tenía dinero. Y esa hija de Frankenstein no deja pasar a nadie sin
                entrada.
                   Richie señaló a la señora Cole, que estaba ante las puertas interiores del
                Aladdin desde los tiempos del cine mudo. Su pelo, teñido de rojo intenso, era tan
                escaso que se veía el cuero cabelludo. Tenía gruesos labios que pintaba de color
                ciruela; grandes parches rojos le cubrían las mejillas y sus cejas eran dos rayas
                pintadas a lápiz negro. La señora Cole era perfectamente democrática: odiaba a
                todos los chicos por igual.
                   --Vaya, no quería entrar sin él, pero la función está por comenzar -dijo Richie-.
                ¿Dónde cuernos se ha metido?
                   --Puedes pagarle la entrada y dejársela en la taquilla -dijo Bev, muy práctica-.
                Así, cuando llegue...
                   Pero en ese momento Ben apareció por la esquina de las calles Macklin y
                Center. Venía jadeando; la panza se le bamboleaba bajo la sudadera. Al ver a
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