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--Te vas a morir de hambre -dijo Herbert Blum cuando su hija le informó que
pensaba aceptar el trabajo-. Y mientras te mueres de hambre, te morirás de calor.
--No te preocupes, Scarlett -dijo Stan, al enterarse de lo que había opinado el
padre. Aunque Patty estaba furiosa, al borde de las lágrimas, empezó a reír como
una chiquilla y él la estrechó en sus brazos.
Calor pasaron, sí, pero hambre no. Se casaron el 9 de agosto de 1972. Patty
Uris llegó virgen al matrimonio. En un hotel de Poconos se deslizó, desnuda, entre
las sábanas frescas, turbulenta y tormentosa, con relámpagos de deseo y
deliciosa lujuria entre oscuras nubes de miedo. Cuando Stanley se metió en la
cama, junto a ella, fibroso de músculos, el pene ardiendo entre el rojizo vello
púbico, ella susurró:
--No me hagas daño, amor.
--Jamás te haré daño -dijo él, tomándola en sus brazos.
Fue una promesa que respetó fielmente hasta el 28 de mayo de 1985, la noche
del baño.
A Patty le fue bien en su trabajo de profesora. Stanley consiguió trabajo de
chófer en una panadería por cien dólares a la semana. Y en noviembre de ese
año, cuando se inauguró el Centro Comercial Traynor, consiguió trabajo en las
oficinas por ciento cincuenta. Entre los dos ganaban diecisiete mil dólares al año.
Les parecía un ingreso de reyes por aquellos tiempos en que la vida era tan
barata.
En marzo de 1973, Patty Uris dejó de tomar anticonceptivos. En 1975, Stanley
renunció a su empleo para instalarse por cuenta propia. Los cuatro consuegros
coincidieron en que era un error. No porque Stanley hiciera mal en querer trabajar
por cuenta propia, sino porque era demasiado prematuro y echaba demasiada
carga financiera sobre Patty. ("Al menos, hasta que ese tonto la deje embarazada
-dijo Herbert Blum a su hermano después de pasar la noche bebiendo en la
cocina-, y entonces me tocará a mí mantenerlos".) La opinión de los consuegros
era que el hombre no debe pensar en independizarse profesionalmente hasta que
haya llegado a una edad más serena y madura: setenta y ocho años, más o
menos.
Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven,
simpático, inteligente y capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos
contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber
previsto era que Corridor Video, una empresa pionera en el ramo, estaba a punto
de establecerse en un enorme solar, a menos de quince kilómetros del suburbio
donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que Corridor buscaría un investigador
de mercado independiente, a menos de un año de haberse establecido en
Traynor. Y aun menos que darían el trabajo a un joven judío de anteojos, sonrisa
fácil, andar bamboleante, aficionado a los vaqueros en sus días libres y con los
últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin embargo, así fue. Como si Stan
lo hubiese sabido desde el principio.
Su excelente trabajo para Corridor Video mereció un ofrecimiento: un cargo con
dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares
anuales.