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Pero la idea no la hacía del todo feliz; a ella se mezclaba un orgullo tan feroz
que a veces la inquietaba. En otros tiempos, después de todo, había existido una
muchacha de dieciocho años llamada Patricia Blum, a quien se le había negado la
admisión a la fiesta de graduación en un club campestre de Glointon, Nueva York.
Se le había negado la admisión, naturalmente, porque su apellido era judío. Y eso
era ella en 1967: sólo una pequeña judía delgaducha. Claro que esas
discriminaciones eran ilegales, jajajá, y todo eso era cosa pasada.
Pero, para una parte de ella, jamás sería cosa pasada. Una parte de ella
caminaría siempre de regreso hacia el automóvil, con Michael Rosenblatt, oyendo
el crujir de la grava bajo sus zapatos rumbo al coche que Michael había pedido
prestado al padre por esa noche y que había abrillantado durante toda la tarde.
Una parte de ella caminaría siempre junto a Michael, que llevaba esmoquin blanco
alquilado; ¡cómo brillaba en la suave noche de primavera! Ella lucía un vestido
largo verde pálido con el que, según su madre, parecía una sirena. Y la idea de
ser una sirena judía era bastante divertida, jajajá. Caminaban con la cabeza en
alto y ella no había llorado. Pero comprendía que no caminaban, no, nada de eso;
iban escurriéndose como seres sórdidos, sintiéndose más judíos que nunca,
sintiéndose prestamistas, viajeros en coches de ganado, aceitosos, narigones,
cetrinos, sintiéndose la caricatura de un judío. Querían sentir rabia y no podían. La
rabia sólo vino después, cuando ya no importaba. En ese momento, ella sólo sintió
vergüenza y dolor. Y alguien rió. Fue una risa aguda, penetrante, como un veloz
correr de notas en un piano. En el automóvil sí pudo llorar, claro que sí: la sirena
judía llorando como una loca. Mike Rosenblatt había apoyado una mano torpe y
consoladora en su nuca, pero ella lo había apartado sintiéndose avergonzada,
sucia, judía.
La casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, mejoraba un poco
aquello... pero no del todo. Aún estaban allí el dolor y la vergüenza. Ni siquiera la
aceptación de ese vecindario elegante y adinerado borraba aquella interminable
caminata, con el crujir de la gravilla bajo sus zapatos. Ni siquiera el hecho de ser
miembros de ese club campestre, donde el jefe de camareros los saludaba
siempre con sereno respeto: "Buenas noches, señor Uris, señora." Llegaba a su
casa, acunada por su Volvo 1984, y la contemplaba en medio de los prados
verdes. Y con frecuencia (tal vez con demasiada frecuencia) recordaba aquella
risa aguda. Ojalá la muchacha que había reído así estuviera viviendo en una
casita miserable, con un esposo goyimz que le pegara, que hubiera abortado tres
veces, que su marido la engañara con mujeres enfermas, que tuviera hernia de
disco, pies planos y quistes en su puerca lengua simuladora.
Se odiaba a sí misma por esos pensamientos tan poco caritativos y prometía
corregirse, dejar de beber esos amargos cócteles de hiel. Pasaba meses enteros
sin pensar en esas cosas. Entonces se decía: "Tal vez todo eso ha quedado atrás,
finalmente. Ya no soy aquella muchacha de dieciocho años. Soy una mujer de
treinta y seis. La muchacha que oía el interminable crujir de la gravilla en ese
camino, la que se apartó de Mike Rosenblatt cuando él trató de consolarla porque
lo hacía con mano de judío, existió hace media vida. Esa sirenita tonta ha muerto.
Ahora puedo olvidarla y ser simplemente yo misma." Muy bien, perfecto.
Magnífico. Pero entonces, estando en cualquier parte (en el supermercado, por
ejemplo), oía una risa súbita en el otro pasillo y la piel se le erizaba, los pezones