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hasta el día en que empezara a escupir sangre y probablemente ni siquiera
entonces. "Ya conoces a tu padre, querida. Trabaja como un mulo y a veces
también piensa como si lo fuera, Dios me perdone por decir esto." Randi
Harlengen se había hecho una ligadura de trompas, le habían sacado unos
quistes de los ovarios grandes como pelotas de golf, pero nada maligno, gracias a
Dios; era el agua de Nueva York, sin duda. El aire de la ciudad también estaba
sucio, pero ella tenía la convicción de que era el agua lo que, tarde o temprano,
acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la gente. Patty no imaginaba
cuántas veces ella daba gracias a Dios de que "los chicos" estuvieran en el
campo, donde tanto el aire como el agua, pero especialmente el agua, eran
saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta y Birmingham, era el campo).
Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la compañía de electricidad. Stella
Flanagan había vuelto a casarse, algunos no aprenden nunca. Richie Haber había
sido despedido otra vez.
Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin
nada que ver con el resto, Ruth Blum había formulado al vuelo la temida pregunta:
"¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley? Ya estamos listos para
empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta, Patty, nos estamos
volviendo viejos." Y luego pasaba a la chica de los Brucker, calle abajo, a quien
habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin sostén, una blusa casi
transparente.
Deprimida, nostálgica por el hogar de Traynor, insegura y bastante asustada por
lo que podía depararles el futuro, Patty fue a su nuevo dormitorio conyugal para
dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y el colchón,
solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un objeto arrojado por las aguas en una
extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y se echó a llorar.
Probablemente, ese llanto se había estado preparando. La carta de su madre no
había hecho sino precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz
se convierta en estornudo.
Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en
ese tema como en la afición a la películas de Woody Allen, en la asistencia más o
menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la
marihuana y en muchas otras cosas. En la casa de Traynor había existido siempre
una habitación extra, dividida en dos partes. A la izquierda, stanley tenía un
escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la máquina de
coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos existía un
acuerdo tácito con respecto a esa habitación: algún día sería el cuarto de Andy o
de Jenny. Pero ¿dónde estaba ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela,
el tablero, el escritorio y el sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a
mes parecían solidificar sus posiciones, estableciendo su legitimidad con más
firmeza. Eso pensaba ella, aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Pero sí
recordaba que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la
sensación de que la caja de compresas parecía muy satisfecha, como si las
toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: "¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los
únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con tu
sangre."