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se le ponían duros, dolorosos, y apretaba las manos a la barra del carrito o se las
retorcía pensado: "Alguien acaba de decirle a alguien que soy judía, que no soy
sino una judía narigona, que Stanley no es sino un judío narigón. Es contable,
claro, los judíos tienen cabeza para los números. Tuvimos que dejarlos entrar en
el club campestre en 1981, cuando ese ginecólogo narigón nos ganó el juicio, pero
nos reímos de ello; oh, cómo reímos." Oía entonces el crepitar de la gravilla
fantasmal y pensaba: "¡Sirena, sirena!"
Entonces el odio y la vergüenza volvían en tropel como una migraña y ella
desesperaba, no sólo de ella misma sino de toda la raza humana. Hombres-lobo.
El libro de Denbrough, el que ella había dejado sin leer, trataba de hombres-lobo.
¿Qué podía saber de hombres-lobo un hombre como ése?
Sin embargo, casi siempre se sentía mejor. Sentía que ella era mejor. Amaba a
su marido, amaba su casa y, habitualmente, podía amarse a sí misma y a su vida.
Les iba bien. No siempre había sido así, por supuesto. Ante su compromiso con
Stanley, sus padres se habían sentido a un tiempo enfadados y tristes. Lo había
conocido en una fiesta del club universitario. Stanley había llegado desde la
Universidad de Nueva York, en la que era becario. Los había presentado un amigo
común y al final de la velada ella tuvo la sospecha de que se había enamorado de
él. Hacia las vacaciones de invierno, ya estaba segura. Cuando llegó la primavera
y Stanley le ofreció un pequeño anillo de brillantes al que había ensartado una
margarita, ella lo aceptó.
Al final, a pesar de sus reparos, los padres también habían acabado por
aceptarlo. No les quedaba otro remedio, aunque Stanley Uris pronto entraría en un
mercado laboral atestado de jóvenes contables... sin respaldo financiero familiar y
con la única hija de los Blum como rehén. Pero Patty tenía veintidós años, ya era
una mujer y pronto acabaría la carrera.
--Me pasaré la vida manteniendo a ese maldito cuatro ojos -oyó decir a su padre
una noche en que volvía achispado después de haber ido a cenar con la madre.
--Chist, te oirá -dijo Ruth Blum.
Esa noche, Patty permaneció despierta hasta mucho después de medianoche,
con los ojos secos, sintiendo frío y calor alternativamente, odiándolos a los dos.
Los dos años siguientes intentó liberarse de ese odio ya tenía demasiado odio
dentro de sí. A veces, al mirarse en el espejo, descubría lo que todo eso estaba
haciendo en su cara, las arrugas que dibujaba allí. Fue una batalla de la que salió
vencedora con la ayuda de Stanley.
Los padres de él también estaban preocupados por la boda. Naturalmente, no
creían que Stanley estuviera destinado a vivir en la pobreza y la miseria, pero
pensaban que los chicos se estaban precipitando. Donald Uris y Andrea Bertoly
también se habían casado con veinte o veintidós años, pero parecían haberlo
olvidado.
Sólo Stanley parecía seguro de sí, lleno de fe en el futuro y libre de
preocupaciones por las trampas mortales que los padres veían sembradas en
torno a "los chicos". Al final, esa confianza resultó más justificada que el miedo de
ellos. En julio de 1972, cuando apenas se había secado la tinta en el diploma de
Patty, ella consiguió un empleo como profesora de taquigrafía e inglés comercial
en Traynor, una pequeña ciudad sesenta kilómetros al sur de Atlanta. Al pensar en
el modo en que había obtenido el puesto, siempre le parecía un poco... bueno,