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Frankenstein. Henry lo había visto todo y después había visto que los ojos del
                monstruo se movían y fijaban en él su mirada acuosa y amarilla. Sí, el monstruo
                Frankenstein había matado a Victor y después a Belch, pero Vic estaba allí otra
                vez, como la reposición de una película en blanco y negro, de los años cincuenta,
                cuando el presidente era calvo y los Buick tenían estribo.
                   Y ahora que había pasado, ahora que la voz estaba allí, Henry descubrió que no
                tenía miedo. Se sentía sereno, casi aliviado.
                   -Henry -dijo Victor.
                   -¿Vic? -exclamó Henry-. ¿Qué haces ahí abajo?
                   Benny Beaulieu resopló en su sueño. La máquina de coser de Jimmy se detuvo
                por un instante. En el pasillo, Koontz bajó el volumen del televisor. Henry Bowers
                pudo imaginarlo con la cabeza inclinada, una mano en el volumen, la otra tocando
                el cilindro que abultaba el bolsillo de su chaqueta: el atado, de monedas.
                   --No hace falta que hables en voz alta, Henry -dijo Vic-. Basta con que pienses:
                yo te oigo. Y ellos no pueden oírme.
                   --¿Qué quieres, Vic? -preguntó Henry.
                   Por largo rato no hubo respuesta. Henry pensó que Vic se había ido. Ante la
                puerta, el televisor volvió a sonar con más potencia. Después se oyó un rasguido
                bajo la cama y los elásticos chirriaron un poquito: una sombra oscura estaba
                saliendo de abajo. Vic lo miró, sonriente. Henry le devolvió la sonrisa, intranquilo.
                Porque Vic se parecía al monstruo de Frankenstein. Tenía una cicatriz alrededor
                del cuello, tal vez porque le habían vuelto a coser la cabeza. Sus ojos eran de un
                gris verdoso, extraño, y las córneas parecían flotar en una sustancia viscosa.
                   Vic seguía teniendo doce años.
                   --Quiero lo mismo que tú -dijo Vic-. Quiero saldar la deuda que me deben.
                   --Saldar la deuda -dijo Henry Bowers, soñador.
                   --Pero para eso tienes que salir de aquí -dijo Vic-. Tendrás que volver a Derry.
                Te necesito, Henry. Todos te necesitamos.
                   --A ti no pueden hacerte daño -dijo Henry, comprendiendo que no hablaba sólo
                con Vic.
                   --A mí no pueden hacerme daño si sólo creen a medias -dijo Vic-. Pero hay
                algunas señales inquietantes, Henry. En aquel entonces, tampoco creíamos que
                pudiesen vencernos. Pero el gordo se te escapó, en Los Barrens. El gordo y el de
                los chistes y la zorrita, los tres se nos escaparon aquel día, después del cine. Y en
                la pelea a pedradas, cuando salvaron al negro...
                   --¡No me hables de eso! -exclamó Henry. Por un momento hubo en su voz toda
                la perentoria dureza que lo había convertido en jefe. De inmediato se echó atrás
                temiendo que Vic le hiciese daño. sin duda, Vic podría hacer lo, que quisiese,
                puesto que era un fantasma. Pero Vic se limitó a sonreír.
                   --Si creen sólo a medias, puedo encargarme de ellos -dijo-. Pero tú estás vivo,
                Henry. Tú puedes castigarlos. Tú puedes saldar la deuda que me deben.
                   --Saldar la deuda -repitió Henry. Miró a Vic con nuevas dudas-. Pero no puedo
                salir de aquí, Vic. Hay rejas en las ventanas y esta noche Koontz está de guardia.
                Koontz es el peor. Tal vez mañana...
                   --No te preocupes por Koontz -dijo Vic, levantándose. Henry vio que aún llevaba
                los vaqueros de aquel día, manchados con el barro seco de las cloacas-. Yo me
                encargo de Koontz.
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