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--Nunca lo conseguiste -dijo Mike-. Eso lo recuerdo. Te esforzabas, pero siempre
se te enredaba la lengua.
--Sí que lo dije -contestó Bill-. Una vez, al menos.
--¿Cuándo?
Bill descargó el puño contra la mesa con tanta fuerza que le dolió.
--¡No lo recuerdo! -gritó.
Y luego, inexpresivo, repitió:
--No, no lo recuerdo.
XII. Tres huéspedes sin invitación.
1.
Un día después de que Mike Hanlon hiciera sus llamadas, Henry Bowers
empezó a oír voces. Las voces habían estado hablándole durante todo el día. En
principio, Henry pensó que provenían de la luna. Ya avanzada la tarde, mientras
trabajaba en la huerta, levantó la vista y vio la luna en el cielo azul, pálida y
pequeña. Una luna-fantasma.
Por eso creyó que era la luna que le estaba hablando. Sólo una luna-fantasma
podía hablar con voces fantasmales: las voces de sus antiguos amigos, las voces
de aquellos chicos que solían jugar en Los Barrens, tanto tiempo atrás. Y otra
vez... una a la que no se atrevía a poner nombre.
Victor Criss fue el primero en hablar desde la luna. "Van a volver, Henry. Todos,
tío. Vuelven a Derry."
Luego fue Belch Huggins el que habló desde la luna, tal vez desde su cara
oscura. "Tú eres el único, Henry. De todos nosotros, el único que queda. Tienes
que arreglar cuentas con ellos, por mí y por Vic. Ningún rapaz puede derrotarnos
de ese modo. Caramba, una vez bateó una pelota en el campo de Tracker y Tony
dijo que esa bola podría haber salido del estadio de los Yankees."
Siguió trabajando con la azada mientras contemplaba la luna-fantasma en el
cielo. Al cabo de un rato, Fogarty se acercó y le pegó en la nuca haciéndole caer
de bruces.
--Estás sacando los guisantes junto con las hierbas, idiota.
Henry se levantó sacudiéndose la tierra de la cara y del pelo. Allí estaba Fogarty,
con su chaquetilla y sus pantalones blancos, enorme, con su voluminosa barriga.
Los guardias (a quienes en juniper Hill se llamaba "consejeros") tenían prohibido
llevar porras, pero varios de ellos, entre quienes estaban Fogarty, Adler y Koontz,
llevaban bolsas de monedas en el bolsillo. Casi siempre golpeaban con ellas en el
mismo lugar: en la nuca. No había reglamento que prohibiera las monedas; en
Juniper Hill no se las consideraba armas peligrosas.
--Lo siento, señor Fogarty -dijo Henry, ofreciéndole una amplia sonrisa que
mostró una fila irregular de dientes amarillos. Parecían postes en la acera de una
casa embrujada. Henry había empezado a perder los dientes a los catorce años.
--Sí, lo sientes -dijo Fogarty-. Y lo sentirás mucho más si te pesco haciendo eso
otra vez, Henry.