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--No lo sé, Gran Bill. -Mike hizo una pausa antes de agregar-: Existe la
                posibilidad de que no se presenten todos. Quizá uno o dos decidan desaparecer
                de la ciudad. O... -Se encogió de hombros.
                   --¿Y qué haremos si pasa eso?
                   --No lo sé -repitió Mike, señalando el equipo de emparchar-. Pagué siete pavos
                por eso. ¿Piensas usarlo o sólo mirarlo?
                   Bill sacó su chaqueta del cesto y la colgó de una percha. Luego la rueda trasera.
                No le gustó el chirrido herrumbrado del eje y recordó el chasquido casi silencioso
                de la tabla de patinar del chico. "Lo que le hace, falta es un poco de aceite -pensó-
                . Y no le vendría mal engrasar la cadena. Está mohosa... Y naipes. Le hacen falta
                naipes en los rayos. Seguramente Mike tiene algunos. De los buenos,
                plastificados, de esos tan resbaladizos que, la primera vez, siempre terminan
                desparramados en el suelo en cuanto uno intenta barajarlos. Naipes, si, y pinzas
                para sujetarlos..."
                   Se interrumpió, súbitamente helado.
                   "Por el amor de Dios, ¿qué estás pensando?"
                   --¿Algún problema, Bill? -preguntó Mike.
                   --No, ninguno. -Sus dedos tocaron algo pequeño, redondo, duro. Metió las uñas
                abajo y tiró. De la cubierta se desprendió una pequeña chincheta-. Aquí está la
                culpable -dijo, y en su mente volvió a sonar, extraño, espontáneo y poderoso:
                "Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los
                espectros". Pero esta vez a la voz, su voz, siguió la de su madre diciendo: "Prueba
                otra vez, Billy. Estuviste muy cerca de decirlo bien".
                   Se estremeció.
                   ("el poste")
                   Sacudió la cabeza. "Ni siquiera ahora podría decir eso sin tartamudear", pensó.
                Y por un momento se sintió apunto de comprenderlo todo. De inmediato se le
                borró.
                   Abrió el equipo de emparchar y puso manos a la obra. Le llevó un rato
                solucionar el problema. Mientras tanto, Mike, apoyado contra la pared, bajo un
                rayo del sol tardío, con las mangas recogidas y la corbata floja, silbaba una
                melodía que Bill identificó, finalmente, como "She Blinded Me with Science".
                   Mientras esperaba a que se secara el pegamento, Bill (por hacer algo, se dijo)
                aceitó la cadena, los ejes y el piñón. Eso no mejoraría el aspecto de "Silver", pero,
                al menos desapareció el chirrido, lo cual lo satisfizo. De cualquier modo, esa
                bicicleta nunca habría ganado un concurso de belleza; su única virtud era volar
                como el rayo.
                   Por entonces ya eran las cinco y media de la tarde y casi había olvidado la
                presencia de Mike, absorto como estaba en los pequeños y satisfactorios
                menesteres de mantenimiento. Por fin atornilló la boquilla del inflador a la válvula
                de la rueda trasera y vio engordar la cubierta; calculó la presión correcta y
                comprobó que el parche resistía.
                   Cuando consideró que todo estaba en orden, desenroscó el inflador y, en el
                momento en que estaba por poner a la bicicleta sobre sus ruedas, oyó el rápido
                aleteo de unos naipes. Giró en redondo y se quedó estupefacto.
                   Mike estaba allí, de pie, con un mazo de cartas de dorso azul en una mano.
                   --¿Las quieres?
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