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Bill soltó un suspiro largo y tembloroso.
                   --Supongo que también tienes pinzas, ¿verdad?
                   Mike sacó cuatro del bolsillo de su camisa y se las ofreció.
                   -Y las tenías por casualidad, ¿no?
                   -Más o menos -dijo Mike.
                   Bill tomó las cartas y trató de barajarlas, pero le temblaban las manos y se le
                escurrieron entre los dedos. Volaron por todas partes... pero sólo dos aterrizaron
                con la cara hacia arriba. Bill las miró y levantó los ojos hacia Mike. El bibliotecario
                tenía la vista clavada en los naipes esparcidos, boquiabierto.
                   Las dos cartas a la vista eran el as de espadas.
                   --Es imposible -dijo Mike-. Acabo de abrir ese mazo. Fíjate. -Señaló la lata para
                desperdicios, junto a la puerta, y Bill vio una envoltura de celofán-. ¿Cómo es
                posible que haya dos ases de espadas en un mazo?
                   Bill se inclinó para recogerlas.
                   --¿Cómo es posible que, de todo un mazo esparcido por el suelo, sólo dos
                caigan cara arriba? -agregó-. Ahí tienes una pregunta aún más...
                   Miró el dorso de los ases y se los mostró a su amigo. Uno era azul; el otro, rojo.
                   --Por Dios, Mike, ¿en qué nos has metido?
                   --¿Qué vas a hacer con ésas? -inquirió Mike, como aturdido.
                   --Ponerlas en la bicicleta, por supuesto. -De pronto, Bill se echó a reír-. Eso es lo
                que se supone que haga, ¿no te parece? Si existen ciertas condiciones previas
                para emplear la magia, se presentarán inevitablemente por cuenta propia. ¿Me
                equivoco?
                   Mike no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo mientras éste sujetaba las
                cartas a la rueda trasera de "Silver". Le costó un poco porque aún le temblaban las
                manos, pero al fin terminó. Entonces, aspirando profundamente, hizo girar la rueda
                trasera. Los naipes golpetearon con fuerza contra los rayos en el silencio del
                garaje.
                   --Vamos -dijo Mike-. Acompáñame, Gran Bill. Prepararé algo para comer.
                   Una vez tomaron las hamburguesas, se sentaron a fumar y contemplar el
                crepúsculo en el patio trasero. Bill sacó su billetera, extrajo una tarjeta de
                presentación y escribió en ella la frase que lo acosaba desde que vio a "Silver" en
                el escaparate. La mostró a Mike, que la leyó con atención, ahuecando los labios.
                   --¿Tiene algún sentido para ti? -preguntó Bill.
                   --"Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los
                espectros." -Hizo un gesto de asentimiento-. Sí, sé qué es.
                   --Bueno, dímelo. ¿O vas a salirme otra vez con esa i-i-idiotez de que debo
                recordarlo solo?
                   --No -dijo Mike-, creo que en este caso puedo decírtelo. Esa frase es un antiguo
                trabalenguas inglés que se convirtió en ejercicio de dicción para ceceosos y
                tartamudos. Aquel verano, el de 1ieh, tu madre insistía en que lo aprendieras. Tú
                solías andar por ahí murmurándolo por lo bajo.
                   --¿Sí? -se extrañó Bill. Y luego agregó, lentamente, respondiendo a su propia
                pregunta-: Sí.
                   --Seguramente tenías muchos deseos de complacerla.
                   Bill, que súbitamente se sentía al borde del llanto, se limitó a asentir con la
                cabeza. No estaba en condiciones de hablar.
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