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--No me extrañaría -dijo Bill, sin apartar la vista del propietario, que parecía
absorto en su libro.
--Nos veremos en casa -dijo Mike-. No olvides: número sesenta y uno.
--Está bien. Gracias, Mike.
Bill colgó. El propietario se apresuró a cerrar su libro.
--¿Ha encontrado dónde guardarla, amigo?
--Sí.
El escritor sacó sus cheques de viajero y firmó uno de veinte. El propietario
examinó las dos firmas con un cuidado que, en circunstancias normales, a Bill le
habría parecido insultante. Por fin, el hombre garabateó una factura de venta y
metió el cheque de viajero en su vieja registradora. Se levantó con las manos,
estirándose, y se fue hacia el frente del local, zigzagueando entre las montañas de
trastos viejos con una delicadeza distraída que a Bill le resultó fascinante.
Levantó la bicicleta, la hizo girar y la llevó hasta el espacio libre. Mientras Bill
sujetaba el manillar para ayudarlo, otro estremecimiento lo fustigó. "Silver".
"Silver". Otra vez. Tenía a "Silver" en sus manos y
("castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto
espectros")
tuvo que desechar la idea porque lo hacía sentir mareado y raro.
--La rueda trasera está un poco baja -dijo el propietario.
En realidad, estaba plana como un "cr(pe".
--No hay problema -dijo Bill.
--¿Podrá llevarla desde aquí a pie?
"Antes me arreglaba bien con ella; ahora no sé", pensó.
--Creo que sí. Gracias.
--Si quiere hablar de ese poste de barbería, no deje de volver.
El propietario sostuvo la puerta abierta. Bill sacó la bicicleta, tomó por la
izquierda y echó a andar hacia Main. La gente miraba, entre divertida y curiosa, a
aquel hombre calvo que llevaba una enorme bicicleta a pie, con la rueda trasera
pinchada, pero Bill no prestó atención. Le maravillaba lo bien que sus manos
adultas se ajustaban aún a las empuñaduras de goma. Recordó que siempre
había tenido intención de anudar cintas de diferentes colores en el agujero de
cada una para que flamearan al viento, pero nunca había llegado a hacerlo.
Se detuvo en la esquina de Main y Center ante una librería y apoyó la bicicleta
contra el edificio, para quitarse la chaqueta. No era fácil llevar una bicicleta con
una rueda pinchada y la tarde se había vuelto calurosa. Arrojó la chaqueta al
cestillo y continuó. "La cadena está herrumbrada -pensó-. El que la tenía no se
ocupaba mucho de ella.."
("de esta cosa")
Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido, tratando de recordar qué había
sido de "Silver" . ¿La había vendido? ¿Regalado? ¿Perdido, tal vez? No
recordaba. Pero volvió esa frase idiota
("el poste magro y recto e insiste")
extraña y fuera de lugar como mecedora en campo de batalla, como tocadiscos
en una estufa, como hilera de lápices en la acera.
Bill sacudió la cabeza. La frase se dispersó como el humo. Siguió empujando a
"Silver" hacia la casa de Mike.