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--Por supuesto -replicó la niña, mirando a Bill como si lo creyera débil mental-.
"Rosa" de Segunda Mano, "Ropas" de Segunda Mano. Mi madre dice que es un
local de trastos viejos, pero a mí me gusta. Tienen cosas viejas. Discos muy raros.
Y postales. Tiene olor a buhardilla. Me tengo que ir. Adiós.
Siguió caminando sin mirar atrás haciendo rebotar su pelota y con la muñeca
cogida por el pelo.
--¡Oye! -le gritó Bill.
Ella se volvió con desparpajo.
--La tienda. ¿Dónde está?
--Siga recto. Está al pie de Up-Mile Hill.
Bill sintió que el pasado se plegaba sobre él. No había sido su intención
preguntar nada a la niña: la pregunta había salido de su boca como el corcho de
una botella de champán.
Descendió por Up-Mile Hill rumbo al centro. Los depósitos y frigoríficos que
recordaba desde su niñez (sombríos edificios de ladrillos, con ventanas sucias que
rezumaban repulsivos olores de carne) habían desaparecido en su mayoría, si
bien aún estaban allí el Armour y el Star. Pero Hemphill ya no existía; Eagle Beef y
Kosher habían sido reemplazados por un banco y una panadería. Y en el sitio
anexo de Tracker Hermanos había un cartel con letras anticuadas que anunciaba
como había anticipado la niña del muñeco: "Rosa de Segunda Mano, Ropas de
Segunda Mano". Los ladrillos estaban pintados de un color amarillo que quizá
había sido alegre, diez o doce años antes. Ahora se veía sucio, como el color que
Audra llamaba "amarillo orina".
Bill se encaminó lentamente hacia allí mientras la sensación de cosa ya vivida
volvía a él. Más tarde diría a los otros que estaba seguro de qué fantasma iba a
ver antes de haberlo visto.
El escaparate de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano estaba más
que sucio: estaba mugriento. No se trataba de uno de esos locales de
antigüedades del Este, con bonitas camitas talladas y armarios finos o vajilla de la
época de la Depresión iluminada por reflectores ocultos: eso era lo que su madre
llamaba, con absoluto desdén, "una compraventa yanqui". Los artículos estaban
desparramados en profusión, amontonados sin sentido aquí y allá. Había vestidos
colgados de perchas, guitarras atadas del mástil como si fueran criminales
ejecutados. Había una caja con discos de 45 rpm: "Diez centavos cada uno",
decía el letrero; "Doce por un dolar. Andrews Sisters, Perry Como, Jimmy
Rogers..." Había conjuntos para niños y horribles zapatos con una tarjeta: "Usados
pero en buen estado, un dolar un par". Había dos televisores que parecían ciegos.
Un tercero lanzaba imágenes legañosas de "La tribu Brady" a la calle. Una caja de
libros viejos en ediciones baratas, casi todos sin tapa ("Dos por 0,25 diez por un
dolar, hay mas adentro, algunos picantes"), descansaba sobre una radio grande
de sucia cubierta de plástico blanco, con un dial más grande que un despertador.
Ramos de flores plásticas, en floreros sucios, decoraban una mesa de comedor
astillada y llena de marcas.
Bill vio todas esas cosas como caótico fondo de lo que había atraído su mirada.
La contempló con ojos grandes, incrédulos. La carne de gallina corría por su
cuerpo, arriba y abajo. Sentía la frente caliente, las manos frías. Por un momento