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--Una vez sí, cuando me estaba bañando -dijo el pequeño-. Era una voz de
                chica. Sólo lloraba. No decía nada. Cuando terminó me dio miedo sacar el tapón,
                porque me pareció que podía ahogarla, ¿me entiende?
                   Bill volvió a asentir.
                   El chico lo miraba con franqueza, los ojos brillantes y fascinados.
                   --¿Usted conoce esas voces, señor?
                   --Las oí -dijo Bill-. Hace mucho, mucho tiempo. ¿Conocías a alguno de los chi-
                chicos que han sido asesinados aquí, hijo?
                   Los ojos del niño perdieron el brillo y cobraron inquietud y cautela.
                   --Dice mi padre que no debo hablar con desconocidos. Dice que cualquiera
                podría ser el asesino.
                   Dio otro paso para alejarse de Bill, retirándose hacia la sombra del olmo donde
                él había estrellado su bicicleta veintisiete años atrás torciendo el manillar.
                   --Yo no, chico -le dijo él-. Estuve cuatro meses en Inglaterra. Llegué ayer.
                   --De cualquier modo no tengo que hablar con usted -insistió el chico.
                   --Me parece bien -convino Bill-. Estamos en un p-p-país libre.
                   Después de una pausa, el niño dijo:
                   --A veces jugaba con Jolinny Feury. Era un buen chico -concluyó, como sin dar
                importancia al asunto y se acabó el helado. Como si acabara de acordarse, sacó
                la lengua, momentáneamente, de un naranja brillante, y se lamió el brazo.
                   --No te acerques a las cloacas ni a las alcantarillas -dijo Bill en voz baja-.
                Manténte lejos de lugares desiertos. Y de los patios del ferrocarril. Pero, sobre
                todo, no te acerques a las cloacas ni a las alcantarillas.
                   Los ojos del chico habían recobrado el brillo. Por un rato no dijo nada.
                   --Señor, ¿quiere que le cuente algo divertido? -preguntó al fin.
                   --Claro.
                   --¿Usted vio esa película del tiburón asesino?
                   --La vio todo el mundo. "Tiburón".
                   --Bueno, tengo un amigo que se llama Tommy Vicananza. No es muy inteligente.
                Tiene serrín en la cabeza.
                   --Ya.
                   --Cree que vio a ese tiburón en el canal. Hace un par de semanas estaba solo
                en el parque Bassey y dice que vio una aleta. Que tenía dos metros y medio, tres
                metros... Dice que "la aleta sola" era así de grande. Y dice: "Fue el tiburón lo que
                mató a Johnny y a los otros chicos. Yo lo sé porque lo vi." Y yo le digo: "Vamos,
                Tommy, ese canal está tan contaminado que nada podría vivir allí. ¡Y dices que
                viste al tiburón! Lo que pasa es que tienes serrín en la cabeza." Pero Tommy dice
                que lo vio levantarse en el agua, como hacia al final de la película; dice que trató
                de morderlo, pero que él se escapó a tiempo. Qué divertido, ¿no, señor?
                   --Muy divertido -dijo Bill.
                   --¿No es cierto que tiene serrín en la cabeza?
                   Bill vaciló.
                   --No te acerques tampoco al canal, hijo ¿me entiendes?
                   --Entonces, ¿usted se lo cree?
                   Bill vaciló de nuevo. Iba a encogerse de hombros, pero acabó haciendo una
                señal de asentimiento. El chico dejó escapar el aliento en un susurro grave,
                siseante, y bajó la cabeza como avergonzado.
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