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El chico se echó a reír.
                   --Bueno, me tengo que ir a casa.
                   --Ten cuidado con eso -advirtió Bill.
                   --Con una tabla de patinar no se puede tener cuidado -respondió el chico,
                mirando a Bill como si ese adulto tuviera la cabeza llena de serrín.
                   --Ya -dijo Bill-. Está bien, te entiendo. Pero no te acerques a las cloacas ni a los
                desagües. Y cuando salgas, hazlo siempre con tus amigos.
                   El chico asintió.
                   --Estoy cerca de mi casa.
                   "También mi hermano estaba cerca de casa", pensó Bill. Y dijo:
                   --De cualquier modo, pasará pronto.
                   --¿Sí? -inquirió el muchachito.
                   --Creo que sí.
                   --Bueno. Hasta luego... ¡Gallina!
                   El chico puso un pie en la tabla y empujó con el otro. Una vez estuvo en
                movimiento, subió también el otro pie y salió calle abajo como un trueno, a una
                velocidad que Bill consideró suicida. Pero manejaba la tabla tal como él había
                supuesto: con garbosos e indiferentes movimientos de cadera. Bill sintió de pronto
                afecto por él, entusiasmo, el deseo de ser ese niño junto con un miedo casi
                sofocante. El chiquillo volaba como si no existieran la muerte y el envejecimiento.
                Parecía eterno e ineludible con sus pantaloncitos de "boy-scout" y sus zapatillas
                raídas, sus tobillos desnudos y sucios, el pelo ondeando.
                   "¡Cuidado, hijo, que vas a pasar de largo en la esquina!", pensó Bill, alarmado.
                Pero el chico disparó sus caderas a la izquierda, como un bailarín de break-dance;
                los dedos de sus pies giraron sobre la tabla verde y, sin esfuerzo, giró zumbando
                hacia Jackson Street, dando por sentado que no habría allí ningún obstáculo.
                   "No siempre será así, hijo", pensó Bill.
                   Siguió caminando hasta su vieja casa, pero no se detuvo; se limitó a aminorar el
                paso como quien vagabundea. En el prado había gente: una madre en una
                mecedora, con un bebé dormido en los brazos, contemplaba a dos niños, de ocho
                y diez años, aproximadamente, que jugaban al badminton en el césped, aún
                mojado por la lluvia. El menor logró lanzar la pelota sobre la red y la mujer gritó:
                   --¡Bravo, Sean!
                   La casa aún estaba pintada de verde oscuro y tenía el mismo tragaluz sobre la
                puerta, pero los parterres de su madre habían desaparecido. También, por lo visto,
                las barras para gimnasia que su padre había levantado en el fondo, con caños
                viejos. Recordó que, un día, Georgie se había caído de lo más alto astillándose un
                diente. ¡Cómo había llorado!
                   Vio todo eso (lo viejo y lo nuevo) y pensó en acercarse a la mujer que tenía al
                bebé dormido en los brazos. Pensó decirle: "Hola, me llamo Bill Denbrough. En
                otros tiempos vivía en esta casa." La mujer diría: "Ah, qué bien." ¿Y qué más?
                ¿Podría preguntarle si en la viga de la buhardilla aún estaba la cara que él había
                tallado cuidadosamente, la que él y Georgie solían usar para probar puntería con
                los dardos? ¿Podría preguntarle si sus hijos dormían, a veces, en el porche
                trasero, en noches muy calurosas, hablando en voz baja mientras observaban la
                danza de los relámpagos en el horizonte? Tal vez podría hacer esas preguntas,
                pero era seguro que tartamudearía mucho si trataba de mostrarse simpático. Y en
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