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tuvo la impresión de que todas las puertas interiores se abrirían de par en par y lo
                recordaría todo.
                   Allí estaba "Silver", en el escaparate de la derecha.
                   Aún le faltaba el soporte y la herrumbre había florecido en los guardabarros,
                pero la bocina seguía en su manillar, aunque el bulbo de goma estuviera marcado
                por los años y las grietas. La bocina en si, que Bill había mantenido siempre bien
                lustrada, estaba opaca y llena de abolladuras. El cesto trasero, plano, que tantas
                veces sirvió de asiento a Richie, aún estaba en su sitio, pero torcido, sostenido por
                un solo tornillo. Alguien había cubierto el asiento con falso cuero de tigre, ya tan
                raído que las rayas eran casi invisibles.
                   "Silver".
                   Bill levantó una mano distraída para secarse las lágrimas que le resbalaban
                lentamente por las mejillas. Después de hacerlo mejor con el pañuelo, entró.
                   La atmósfera de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano tenía el
                musgo de los años. Era, como había dicho la niña, un olor a buhardilla, pero no
                agradable como los olores de ciertas buhardillas. No era olor a aceite de lino
                primorosamente aplicado a mesas viejas ni a terciopelos y panas antiguas. Era
                olor a encuadernaciones podridas, a sucios plásticos cocinados por el sol del
                verano, a polvo y a cagarrutas de ratón.
                   Desde el televisor del escaparate "La tribu Brady" carcajeaba y gritaba. Con ella
                competía, desde algún sitio de la trastienda, la voz radiofónica de un disc-jockey
                que se identificaba como "tu amigo Bobby Russell", prometiendo el nuevo álbum
                de Prince a quien llamara por teléfono y pudiera dar el nombre del actor que había
                representado a Wally en "Leave It to Beaver". Bill lo sabía: era un chico llamado
                Tony Dow, pero no tenía interés en ese disco. La radio estaba en un estante alto
                entre varias fotos del siglo pasado. Debajo estaba el propietario, un hombre
                cuarentón vestido con vaqueros modernos y camiseta. Llevaba el pelo alisado
                hacia atrás y estaba, más que flaco, consumido. Tenía los pies apoyados en el
                escritorio repleto de libros de contabilidad entre los que destacaba una vieja caja
                registradora. Estaba leyendo una novela en edición barata que, sin duda, nunca
                había sido nominada para el premio Pulitzer; se titulaba "Los machos del
                andamio". En el suelo, frente al escritorio, había un poste de barbería con las
                bandas girando hacia arriba hasta el infinito. Su cable gastado serpenteaba por el
                suelo hasta un enchufe, como una serpiente cansada. Frente a él, la tarjeta decía:
                ¡"Especie en extinción! 250 dólares".
                   Cuando tintineó la campanilla instalada sobre la puerta, el hombre sentado tras
                el escritorio señaló la página del libro con un trozo de caja de fósforos y levantó la
                vista.
                   --¿En qué puedo servirle?
                   Bill abrió la boca para preguntar por la bicicleta del escaparate, pero antes de
                que pudiera hablar su mente se llenó con una sola frase, insistente, palabras que
                apartaron cualquier otro pensamiento:
                   "Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los
                espectros."
                   "¿Qué, por Dios?"
                   ("castiga")
                   --¿Busca algo en especial? -preguntó el propietario y miró a Bill con atención.
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