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--Sí. A veces creo que yo también tengo serrín en la cabeza.
--Te entiendo. -Bill se acercó al chico, que lo miró con solemnidad, sin apartarse-
. Te estás destrozando las rodillas con esa tabla, hijo.
El niño, se miró las rodillas llenas de costras y sonrió.
--Sí, creo que sí, a veces me caigo.
--¿Puedo probarla? -preguntó Bill.
El chico miró boquiabierto; después se echó a reír.
--¡Qué divertido! Nunca vi a un mayor en una tabla de patinar.
--Te daré veinticinco centavos -dijo Bill.
--Dice mi papá...
--Que nunca aceptes dinero ni golosinas de desconocidos. Es un buen consejo.
De cualquier modo, te daré veinticinco centavos. ¿Qué te parece? Iré sólo hasta la
esquina de la calle Jackson.
--Quédese con la moneda -dijo el chico, rompiendo a reír otra vez; era una risa
alegre y fresca-. No la necesito. Tengo, dos dólares. Prácticamente soy rico. Pero
eso es algo que quiero ver. Eso sí: si se hace daño no me eche la culpa a mí.
--No te preocupes -repuso Bill-. Estoy asegurado.
Hizo girar una de las ruedas de la tabla con el dedo; le gustó la veloz facilidad
con que giraba: parecía haber un millón de cojinetes allí dentro. Sonaba bien y
despertaba algo muy antiguo en el pecho de Bill. Un deseo caliente como la
voluntad, encantador como el amor. Sonrió.
--¿Qué le parece? -preguntó el chico.
--Que me voy a matar de un golpe.
El chico rió otra vez.
Bill puso la tabla en la acera y apoyó un pie en ella. La hizo rodar atrás y
adelante, probándola. El chico lo observaba. Mentalmente, Bill se vio viajando
calle abajo, hacia la esquina de Jackson, en esa tabla verde aguacate, con la
cabeza calva centelleando al sol y las rodillas flexionadas en esa frágil postura que
adoptan los novatos del esquí. Esa postura indicaba que, mentalmente ya estaban
cayendo. Sin duda el chico no usaría así la tabla. Sin duda volaría con ella
("como si se lo llevara el demonio")
como si no existiera el mañana.
La sensación agradable se le apagó en el pecho. Vio, con demasiada claridad,
que la tabla huía bajo sus pies para seguir disparada calle abajo, sin estorbos, con
su verde fosforescente, ese color que sólo a los chicos podía gustar. Se vio
cayendo sentado, tal vez de espaldas. La imagen se borró lentamente dejando
lugar a una habitación privada en el hospital Municipal de Derry, como aquella
donde habían visto a Eddie con el brazo fracturado. Bill Denbrough, con el torso
enyesado y una pierna en tracción. Entra un médico, mira su gráfico, le echa un
vistazo y dice: "Ha cometido dos faltas graves, señor Denbrough. La primera:
conducción temeraria de una tabla de patinar. La segunda: olvidar que ya está
cerca de los cuarenta años."
Se agachó, volvió a recoger la tabla y la devolvió a su dueño.
--Mejor no -dijo.
--Gallina -contestó el chico.
Bill escondió los pulgares bajo los brazos y sacudió los codos, diciendo:
--Cloc-cloc-cloc...