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La sonrisa del payaso se ensanchó más aún. Levantó una mano, con su guante
blanco, y Richie sintió que el viento provocado por el gesto le apartaba el pelo de
la frente, como veintisiete años antes. El dedo índice lo señaló, grande como una
viga.
"Grande como una vi...", pensó Richie. Y entonces sintió de nuevo el dolor,
hundiendo picas herrumbradas en la suave gelatina de sus ojos.
--Antes de mirar la paja en el ojo ajeno, fíjate en la viga que tienes en el propio -
entonó el payaso con voz vibrante.
Y Richie volvió a sentirse envuelto en el hedor dulzón de su aliento a carroña.
Levantó la vista y dio cinco o seis pasos hacia atrás. El payaso se estaba
inclinando con las manos enguantadas apoyadas en las rodillas.
--¿Quieres jugar otro poco, Richie? ¿Qué te parece si te señalo el pito y te
provoco un cáncer de próstata? También puedo apuntarte a la cabeza y dejarte un
buen tumor cerebral... pero la gente diría que no hice sino aumentar lo que ya
estaba ahí. Puedo señalarte la boca y esa lengua estúpida se convertirá en un
montón de pus chorreante. Puedo, Richie. ¿Quieres verlo?
Los ojos de "Eso" se estaban ensanchando, y en esas pupilas negras, grandes
como balones, Richie vio la demencial oscuridad que debía existir detrás del
universo; vio una asquerosa felicidad que lo llevaría a la locura. En ese momento
comprendió que "Eso" podría hacer cualquiera de esas cosas y más.
Sin embargo, oyó su propia voz, aunque por entonces ya no era su voz, ni
tampoco una de sus voces creadas, pasadas o presentes. Era una voz que nunca
había oído, alta y orgullosa, chillona, que se hacía burla a sí misma. Una voz de
negro viejo.
--Salme de ensima, payaso trompetero e. sirco viejo -chilló y de repente rió otra
vez-. Yo tengo el mango, la lengua y la polla pa. mandar. Yo tengo el tiempo y la
mina pa. haser lo que quiera. Y si no te vas cagando, te vo. a sacar la mierda a
palo.. ¿Me oye., cara pálida .e letrina?
Richie creyó notar que el payaso se encogía, pero no se detuvo a comprobarlo.
Corrió con los codos convertidos en pistones y la chaqueta flameando detrás, sin
importarle que el padre de un pequeño lo mirara con desconfianza, como a un
loco. "En realidad, amigo -pensó Richie-, creo que me he vuelto loco. Oh Dios, sí.
Y ésa ha debido ser la peor imitación de la historia, pero de algún modo sirvió..."
Y entonces la voz del payaso tronó tras él. El padre del pequeño no la oyó, pero
el niño, frunció el rostro y empezó a llorar. El padre lo consoló desconcertado.
Richie, a pesar de su propio terror, observó por el rabillo del ojo ese pequeño
espectáculo secundario. Mientras tanto, la voz del payaso sonaba, tal vez jubilosa,
tal vez enojada:
"Aquí abajo tenemos el ojo, Richie, ¿me oyes? El que se arrastra. Si no quieres
volar, si no quieres despedirte, baja por debajo de esta ciudad y saluda al gran ojo.
Baja y lo verás cuando quieras. Cuando quieras, ¿me oyes, Richie? Trae tu yo-yo.
Haz que Beverly se ponga una falda ancha, con cuatro, o cinco enaguas. Que se
ponga el anillo del marido al cuello. Que Eddie se ponga los mocasines finos.
¡Vamos a jugar, Richie! ¡Y escucharemos todos los éxitos!"
Al llegar a la acera, Richie se atrevió a mirar sobre el hombro, pero lo que vio no
era en absoluto reconfortante. Paul Bunyan no había reaparecido. El payaso
tampoco estaba. En lugar de ambos había una estatua de plástico de seis metros