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pistones. Detrás de él se oía otra vez ese susurro espantoso, persistente, que no
parecía sonido, sino una presión sobre la piel, contra los tímpanos: "suiiippp"...
La tierra tembló. Los dientes de Richie se entrechocaron como platos en un
terremoto. Richie no necesitaba volverse a mirar para saber que el hacha de Paul
se había enterrado hasta el mango en la acera, a centímetros de sus pies.
Enloquecido, en su mente, oyó cantar a los Dovells: "Oh the kids in Bristol are
sharp as a pistol when they do the Bristol Stomp..."
Salió de la sombra a la luz, y entonces empezó a reír. Era la misma risa
exhausta que la había surgido al huir por las escaleras de la tienda. Jadeante, con
esa punzada ardiente otra vez en el costado, se arriesgó, por fin, a mirar sobre el
hombro.
Allá estaba la estatua de Paul Bunyan, de pie en su pedestal, como siempre, con
el hacha al hombro y la cabeza levantada hacia el firmamento, con los labios
entreabiertos en la sonrisa eterna, optimista del héroe mítico. El banco que su
hacha había partido en dos estaba intacto. La grava en la que el gigante había
plantado su enorme pie permanecía rastrillada pulcramente, exceptuando el sitio
en que Richie cayó mientras
("huía del gigante")
dormitaba. No había huellas, ni marcas del hacha en la acera. No había sino un
chico que había sido perseguido por otros chicos más grandes y que, por lo tanto,
había tenido un pequeño (pero potente) sueño sobre un coloso homicida. El Henry
Bowers tamaño super, como quien dice.
--Mierda -dijo Richie con voz tenue y temblorosa. Después emitió una risa
insegura.
Permaneció allí un rato más para ver su la estatua volvía a moverse (quizá le
hiciese un guiño, quizá pasase el hacha de un hombro a otro, quizá bajase a
atacarlo otra vez). Pero no pasó nada, por supuesto.
Por supuesto.
Un sueño. Nada más que eso.
Pero tal como había dicho Abraham Lincon o Sócrates o alguien así, cada cosa
a su tiempo. Era la hora de volver a casa y tranquilizarse.
Y, si bien habría sido más rápido cortar por los terrenos de Centro Municipal,
decidió no hacerlo. No quería acercarse otra vez a la estatua. Por lo tanto, siguió
el camino más largo y, al caer la noche, ya había olvidado el incidente casi por
completo.
Hasta ese momento.
"He aquí un hombre -pensó- vestido con las ropas más caras de Los Angeles;
con sus lentillas cómodamente adaptadas a los ojos: he aquí un hombre que
recuerda el sueño de un niño, para quien una camisa de cuello cerrado y un par
de zapatos con hebillas eran el colmo de la elegancia; he aquí un adulto que
contempla la misma estatua. Y aquí estoy, viejo Paul, para decirte que no has
cambiado nada, no has envejecido un solo día, grandísimo hijo de puta."
La antigua explicación aún resonaba en su mente; un sueño.
Si era necesario, podía creer en monstruos. Los monstruos no eran gran cosa.
¿Acaso no había transmitido por radio, más de una vez, los informativos referidos
a gente como Idi Amin Dada y Jim Jones o ese tipo que había hecho volar a tanta
gente en un restaurante? ¡Los monstruos eran cosa de todos los días! ¿A quién le