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sonreía, pero su gesto no tenía ya nada de alegre. De entre sus gigantescos
                dientes amarillos surgía un olor como el de animalitos pudriéndose entre zarzas
                calientes...
                   --Te voy a comer -dijo el gigante, en voz baja y resonante. Era un ruido de
                piedras cayendo durante un terremoto-. Si no me devuelves mi gallina, mi arpa y
                mis bolsas de oro, te voy a comer bien comido.
                   El aliento de esas palabras hizo que la camisa de Richie flameara como una vela
                en un huracán. Se encogió contra el banco, muy abiertos los ojos, el pelo erizado,
                envuelto en una ola de hedor a carroña.
                   El gigante empezó a reír. Apoyó las manos en el mango del hacha, como un
                jugador de béisbol lo habría hecho con su bate y la arrancó del agujero que había
                hecho en la acera. El hacha empezó a elevarse en el aire con un susurro grave,
                mortal. De pronto, Richie comprendió que el gigante tenía intenciones de partirlo
                por la mitad.
                   Pero sintió que no podía moverse; le invadía una especie de apatía. ¿Qué
                importaba? Se había adormecido; aquello era un sueño. En cualquier momento,
                algún automovilista haría sonar la bocina y él despertaría.
                   --Eso es -había tronado el gigante-: ¡Despertarás en el "infierno"!
                   Y en el último instante, cuando el hacha llegaba a lo más alto y quedaba allí,
                suspendida, Richie comprendió que no se trataba de un sueño. En todo caso, era
                un sueño que podía matar.
                   Tratando de gritar, pero sin poder emitir sonido alguno, rodó desde el banco a la
                grava que rodeaba la estatua, aunque ahora sólo quedaba de ella una base con
                dos enormes tornillos de acero, allí donde habían estado los pies. El sonido del
                hacha colmó el mundo con su insistente susurro. La sonrisa del gigante se había
                convertido en una mueca asesina. Sus labios descubrían las encías de plástico
                rojo, odiosamente rojo y reluciente.
                   La hoja del hacha golpeó el banco allí donde había estado Richie un momento
                antes. El borde era tan afilado que casi no se la oyó, pero el banco quedó partido
                en dos. Ambas mitades se separaron y cayeron a los lados.
                   Richie estaba de espaldas. Siempre tratando de gritar, se arrastró hacia atrás
                con los talones. La grava se le metió por el cuello de la camisa y el fondillo de los
                pantalones. Y allí estaba paul erguido ante él, mirándolo con ojos del tamaño de
                túneles. Allí estaba Paul, mirando al niñito que se acurrucaba contra la grava.
                   El gigante dio un paso hacia él. Richie sintió que la tierra se estremecía. La
                grava se levantó en una nube.
                   Richie rodó hasta quedar boca abajo y se levantó tambaleante. Sus piernas
                intentaron correr antes de que hubiese recobrado el equilibrio pero volvió a caer
                de bruces. Oyó el aliento abandonar sus pulmones. El pelo le cayó sobre los ojos.
                El tráfico seguía corriendo por las calles Main y Canal, como todos los días como
                si nada pasara, como si nadie, en esos coches, se diese cuenta de que Paul
                Bunyan había cobrado vida y bajado de su pedestal a fin de cometer un asesinato
                con un hacha gigantesca.
                   Se borró la luz del sol. Richie yacía en un parche de sombra que tenía la silueta
                de un hombre.
                   Se arrastró de rodillas, estuvo a punto de caer de lado, logró levantarse y echó a
                correr. Corrió con las rodillas casi tocando el pecho y los codos sacudidos como
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