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Sus ojos se habían apartado vagamente de la marquesina y... seguramente se
                había quedado dormido. Era la única explicación que tenía sentido. Lo que ocurrió
                a continuación sólo ocurría en los sueños.
                   Y allí estaba otra vez Richie Tozier, después de haber conseguido todo el rock
                and roll que había deseado... y de descubrir, por suerte, que aún no le bastaba.
                Sus ojos subieron a la marquesina del Centro Municipal y leyeron, con un
                detestable don para encontrar lo no buscado, en las mismas letras azules:


                   14 de junio
                   ¡Heavy-metal-manía!
                   Judas Priest
                   Iron Maiden
                   Entradas aquí y en taquillas autorizadas.

                   "En algún momento descartaron aquello del "sano entretenimiento", pero a mi
                modo de ver es la única diferencia", pensó Richie.
                   Y oyó a Danny y los Juniors, opacos y distantes, como voces oídas por un largo
                pasillo, surgidas de una radio barata: "El rock and roll nunca morirá. Me lo tragaré
                hasta el final... Pasará a la historia. Espera y lo verás."
                   Richie volvió a mirar a Paul Bunyan, santo patrono de Derry, que había surgido a
                la existencia, según decían, porque allí se recogían los troncos cuando venían río
                abajo. En otros tiempos, llegada la primavera, tanto el Penobscot como el
                Kenduskeag estaban atestados de troncos, de un lado a otro, centelleantes las
                cortezas negras a la luz del sol. Si uno tenía los pies veloces, podía caminar
                desde la Manzana del Infierno hasta la taberna de Ramper, en Brewster (un lugar
                de tan mala reputación que se la llamaba "el cántaro de sangre") sin mojarse las
                botas más allá del tercer cruce de los cordones. Al menos, así se decía en los
                tiempos en que Richie era niño, y tal vez había un poco de Paul Bunyan en todos
                esos cuentos.
                   "Oh, viejo Paul -pensó, mirando la estatua de plástico-. ¿Qué has hecho desde
                que me fui? ¿Has probado algún cante nuevo al volver a casa cansado,
                arrastrando el hacha detrás de ti? ¿Has inventado algún lago para meterte en el
                agua hasta el cuello? ¿Has asustado a algún chiquillo como me asustaste a mí
                aquel día?"
                   Ah, de pronto lo recordaba todo, así como se recuerda la palabra que uno tenía
                en la punta de la lengua.
                   Había estado sentado allí, bajo la madura luz de marzo, algo adormecido,
                pensando en volver a su casa para ver la última media hora de "Bandas de
                América" y de pronto recibió en la cara un golpe de aire caliente que le apartó el
                pelo de la frente. Cuando levantó la vista se encontró con la enorme cara plástica
                de Paul Bunyan frente a la suya, más grande que en una pantalla de cine: lo
                llenaba todo. El golpe de aire había sido causado por Paul al agacharse... aunque
                ya no se parecía a Paul. La frente se había vuelto estrecha y ruda; de la nariz, roja
                como la de un borracho habitual, surgían mechones de pelo duro; sus ojos
                estaban inyectados en sangre y uno bizqueaba un poco.
                   El hacha ya no descansaba sobre su hombro. Paul estaba apoyado en su
                mango y la punta roma de la cabeza había cavado una trinchera en la acera. Aún
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