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vio. Llamó a gritos a Henry y Victor y desde entonces se prolongaba la
persecución.
Cuando Richie llegó, al departamento de juguetes estaba total y horriblemente
desierto. Ni siquiera quedaba allí algún vendedor retrasado, un bienvenido adulto
que pusiera fin a la situación antes de que se les escapara de las manos. El chico
oía ya la proximidad de los tres jinetes del apocalipsis. Y ya no podía seguir
corriendo. Cada inhalación le provocaba una intensa puntada en el flanco.
Su vista se fijó en una puerta que decía "Salida de emergencia. Alarma
conectada". En su pecho se renovó la esperanza.
Corrió por el pasillo, atestado de patos Donald en cajas de sorpresa, tanques del
ejército norteamericano fabricados en Japón, pistolas de fulminante y robots a
cuerda. Llegó a la puerta y golpeó la barra con todas sus fuerzas. La puerta se
abrió dejando entrar el fresco aire de fines de invierno. La alarma se disparó con
un relincho estridente. Inmediatamente, Richie giró hacia atrás y se dejó caer en el
siguiente pasillo. Desapareció de la vista antes de que la puerta volviera a
cerrarse.
Henry, Belch y Victor irrumpieron en el departamento de juguetes en el momento
en que la puerta se cerraba con un chasquido, interrumpiendo la alarma. Corrieron
hacia ella, Henry en cabeza, serio y decidido.
Por fin apareció un dependiente, a toda carrera. Llevaba una bata de nylon azul
sobre la chaqueta a cuadros, de una fealdad insoportable y gafas tan rosas como
ojos de conejo blanco. Richie le encontró parecido con Wally Cox en el papel del
señor Peepers; tuvo que zafar su boca traidora contra el brazo para impedir que
soltara vendavales de exhausta risa.
--¡Eh, chicos! -exclamó el señor Peepers-. ¡No podéis salir por ahí! ¡Es una
salida de emergencia! ¡Vosotros, eh! ¡A vosotros os hablo!
Victor le echó una mirada, algo nervioso, pero Henry y Belch no se apartaron de
su camino, así que él acabó por seguirlos. La alarma volvió a bramar, esa vez por
más tiempo, mientras ellos salían al callejón. Antes de que cesara de sonar, Richie
estaba de pie y trotando otra vez hacia la sección de lencería.
--¡Haré que os prohíban la entrada a la tienda! -chilló el dependiente. Richie,
mirando sobre el hombro, usó su voz de abuelita gruñona:
--¿Nunca le dijeron que es "igual" al señor Peepers, joven?
Y así había escapado. Así había terminado a un kilómetro y medio de Fraseas
frente al Centro Municipal... y, según sus devotas esperanzas, fuera de peligro. Al
menos, por el momento. Estaba agotado. Se sentó en un banco, a la izquierda de
la estatua de Paul Bunyan, buscando sólo un poco de paz para recuperarse.
Dentro de poco se levantaría para volver a casa, pero por ahora le resultaba
demasiado agradable estar así, sentado al sol de la tarde. El día se había iniciado
frío, lluvioso y oscuro, pero ahora se podía creer que la primavera ya estaba en
camino.
Más allá, en el mismo prado, se veía la marquesina del Centro Municipal, que en
ese día de marzo ponía este mensaje en grandes letras azules, translúcidas:
¡Chicos!
Próximamente
El rock and roll show