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falos, la expresión no exactamente interesada sino casi, sí, casi "pensativa", como
si comprendiesen que todo eso era parte del misterio que los había llevado, allí,
que el súbito ataque de Henry Bowers era interesante por algo más que motivos
técnicos) se cansó de gritarle, le dio un buen golpe con las monedas y Henry cayó
como un saco de patatas, mientras la voz del payaso lo seguía en aquel terrible
torbellino de oscuridad. cantando una y otra vez: "Mátalos a todos, Henry, mátalos
a todos, mátalos, mátalos..."
2.
Henry Bowers estaba despierto, en su cama.
La luna había bajado, por lo que experimentaba una profunda gratitud. Por la
noche, la luna era menos fantasmagórica, más real, y si tenía que ver la horrible
cara del payaso en el cielo, cabalgando las colinas y los bosques, estaba seguro
de que moriría de terror.
Yacía de lado mirando fijamente su velador. El Pato Donald se había quemado;
lo había reemplazado por Mickey y Minnie bailando una polca. Henry media los
años de su encarcelamiento por veladores quemados que iba sustituyendo.
Exactamente a las 2.04 de la madrugada del 30 de mayo, se le apagó el velador.
Dejó escapar un pequeño gemido: nada más. Esa noche estaba Koontz a la
puerta de la sala azul. Koontz era el peor de todos, peor que el mismo Fogarty, el
que le había pegado con tanta fuerza, esa tarde, que apenas podía mover la
cabeza.
Alrededor dormían los otros internos de la sala azul. Benny Beaulieu dormía con
ligaduras elásticas. Se le había permitido ver una reposición de "Emergencia" por
el televisor de la sala, al terminar el trabajo; a eso de las seis había empezado a
masturbarse constantemente sin dejar de aullar: "¡Trata de incendiar la noche!
¡Trata de incendiar la noche! ¡Trata de incendiar la noche!" le habían dado un
sedante, lo que había solucionado el problema durante unas cuatro horas. A eso
de las once había vuelto a empezar dándole a su vieja pistola con tantas ganas
que la hizo sangrar entre los dedos mientras chillaba: "¡Trata de incendiar la
noche!" Así que le habían dado otro sedante y le habían puesto las ligaduras.
Ahora dormía; su carita flaca, en la penumbra, estaba tan seria como la de
Aristóteles.
Desde todas partes se oían ronquidos, gruñidos, alguna que otra pedorreta.
Percibió la respiración de Jimmy Donlin; era inconfundible, aunque Jimmy dormía
cinco camas más allá: rápida y algo sibilante, lo que hacía que Henry pensara en
máquinas de coser. Detrás de la puerta que daba al pasillo sonaba el televisor de
Koontz. Seguramente estaba viendo películas mientras comía su merienda
acompañada de cerveza. Koontz prefería los sándwiches de cebolla con mucha
mantequilla de cacahuete. Henry, al enterarse, se había estremecido pensando: "Y
luego dicen que los locos estamos todos encerrados."
Esa vez la voz no llegó desde la luna.
Esa vez surgió bajo su cama.
Henry la reconoció de inmediato: era la de Victor Criss que había perdido la
cabeza bajo Derry, veintisiete años antes, arrancada por el monstruo