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La nariz, roja como la de un caballero ebrio tras treinta años de pelear contra
                molinos de viento y con un tamaño grotesco.
                   "¿Quién es esa mujer maltratada que parece una de esas que se arrastran a los
                refugios de mujeres cuando están aterrorizadas o se sienten valientes pero se
                ponen furiosas como para dejar al hombre que les pega sistemáticamente semana
                tras semana, mes tras mes, año tras año?"
                   Un corte lleno de puntos en una mejilla.
                   "¿Quién es esa Kay?"
                   Un brazo en cabestrillo.
                   "¿Quién? ¿Eres tú? ¿Es posible?"
                   --He aquí a... Miss América -cantó.
                   Quiso que su voz sonara dura y cínica. Empezó así, pero vaciló en la séptima
                sílaba y se quebró en la octava. No fue una voz dura sino asustada. Ella lo sabía;
                no era la primera vez que tenía miedo, pero siempre lo había superado. Esa vez
                tardaría mucho tiempo en superarlo.
                   El médico que la había atendido, en uno de los pequeños cubículos de la sala de
                urgencias, en las Hermanas de la Misericordia, era joven y bastante atractivo. En
                otras circunstancias ella habría considerado ociosamente (o no tan ociosamente)
                la posibilidad de llevarlo a su casa para una aventura sexual. Pero no se sentía
                excitada en absoluto. El dolor no conducía a la excitación. El miedo tampoco.
                   Él se llamaba Geffin y a Kay no le gustó el modo en que la miraba. Le vio llevar
                un, vaso de papel al lavabo llenarlo a medias de agua y sacar un paquete de
                cigarrillos del cajón para ofrecérselo.
                   Ella tomó uno y él lo encendió; tuvo que seguir la punta con la cerilla porque a
                Kay le temblaba la mano. Después arrojó la cerilla en un vaso de papel.
                   --Maravilloso hábito, ¿no? -dijo él.
                   --Fijación oral -replicó Kay.
                   El médico asintió. Después se hizo el silencio. Él no dejaba de mirarla. Ella tuvo
                la sensación de que esperaba verla llorar y eso la enfureció, porque se sentía a
                punto de hacerlo; detestaba que adivinaran sus emociones, sobre todo si se
                trataba de un hombre.
                   --¿Fue su amigo? -preguntó él, por fin.
                   --Prefiero no hablar de eso.
                   --Ajá. -Siguió fumando y mirándola.
                   --¿Su madre no le enseñó que no es cortés mirar fijamente a una persona?
                   Había querido decirlo con sequedad pero sonó a súplica: "Por favor, no me mire,
                sé qué aspecto tengo." A esa idea siguió otra; sospechaba que su amiga Beverly
                la había tenido más de una vez: que lo peor de la paliza iba por dentro, donde una
                podía sufrir algo que cabía llamar hemorragia espiritual. Sabía cuál era su
                aspecto, sí. Peor aún, sabía lo que estaba sintiendo. Se sentía cobarde. Y eso era
                horrible.
                   --Voy a decirle algo una sola vez -pronuncio Geffin, en voz baja y agradable-.
                Cuando trabajo en la sala de urgencias veo unas veinticinco mujeres maltratadas
                por semana. Los internos atienden a otras tantas. Así que... mire, allí, en el
                escritorio, tiene un teléfono. Llame a la comisaría en la calle Seis, dé su nombre y
                su dirección. Dígales qué pasó y quién lo hizo. Después, cuando cuelgue, saque la
                botella de whisky que tengo en ese mueble de archivo, estrictamente con
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