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propósitos medicinales, por supuesto, y los dos brindaremos. Porque, en mi
                opinión, la única forma de vida inferior al hombre capaz de maltratar a una mujer
                es una rata sifilítica.
                   Kay sonrió débilmente.
                   --Le agradezco la propuesta -dijo-, pero no me interesa. De momento.
                   --Ajá -dijo él-. Pero cuando llegue a su casa échese una buena mirada en el
                espejo, señorita McCall. Quienquiera que lo haya hecho, hizo un buen trabajo.
                   Entonces Kay lloró. No pudo evitarlo.
                   Tom Rogan había llamado cerca de mediodía, un día después de que ella viera
                partir a Beverly, sana y salva, para preguntarle si había tenido algún contacto con
                su mujer. Parecía tranquilo y razonable. Kay le dijo que llevaba casi dos semanas
                sin verla. Tom le dio las gracias y colgó.
                   A eso de la una sonó el timbre mientras ella escribía en su estudio. Fue a la
                puerta.
                   --¿Quién es?
                   --Floristería Cragin -dijo una voz aguda.
                   Qué estúpida había sido al no darse cuenta de que era Tom hablando en falsete,
                qué estúpida al creer que él renunciaría con tanta facilidad, qué estúpida al retirar
                la cadena antes de abrir la puerta.
                   Él había entrado y ella sólo había podido decir "Sal inmediat...", antes de que el
                puño de Tom se estrellara contra su ojo derecho, y lanzando un rayo de increíble
                tormento en su cabeza. Retrocedió por el vestíbulo, tambaleándose, aferrándose a
                las cosas para mantenerse en pie: un delicado florero para una sola rosa se
                estrelló contra el mosaico, un perchero cayó. Ella se derrumbó sobre sus propios
                pies en el momento en que Tom cerraba la puerta para avanzar hacía ella.
                   --¡Sal de aquí! -vociferó ella.
                   --En cuanto me digas dónde está mi mujer -repuso Tom, acercándose.
                   Ella tuvo la vaga impresión de que él tampoco lucía muy bien. En realidad,
                habría sido mejor decir que estaba horrible. Y experimentó una difusa pero feroz
                alegría. Si Tom había maltratado a Bev, era obvio que ella le había pagado con la
                misma moneda y con creces. Por lo visto, no había podido ponerse en pie por todo
                un día y por su aspecto habría estado mejor en un hospital.
                   Pero también se lo veía muy perverso y encolerizado.
                   Kay se levantó trabajosamente y retrocedió sin quitarle los ojos de encima, como
                si él fuera un animal salvaje escapado de su jaula.
                   --Te dije que no la había visto y es la verdad. Ahora, sal de aquí antes de que
                llame a la policía.
                   --La has visto -dijo Tom. Sus labios hinchados trataban de sonreír. Ella notó que
                sus dientes tenían aspecto extraño, desigual: algunos se habían roto-. Te llamo, te
                digo que no sé dónde está Bev. Me respondes que no la has visto en las últimas
                dos semanas. Y ni una pregunta. Ni una palabra para desalentarme, aunque se
                muy bien que me detestas. Vamos, estúpida, ¿dónde está? Dímelo.
                   Kay corrió hacia el otro extremo del vestíbulo con intención de encerrarse en la
                sala. Llegó hasta allí sin ser alcanzada, porque él renqueaba, pero antes de que
                pudiera echar el cerrojo, él coló el cuerpo, dio un empellón y pasó. Ella trató de
                correr otra vez, pero Tom la sujeto, por el vestido tirando con tanta fuerza que le
                desgarró la parte posterior hasta la cintura.
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