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Vic alargó la mano.
                   Tras un momento, Henry se la estrechó. Caminó con él hacia la puerta de la sala
                azul, hacia el sonido del televisor. Casi habían llegado cuando despertó Jimmy
                Donlin, el que se había comido los sesos de su madre. Sus ojos se dilataron al ver
                al visitante de Henry. Era su madre. Le asomaba un centímetro de enagua, como,
                siempre y le faltaba la parte superior de la cabeza. Sus ojos enrojecidos rodaron
                hacia él. Cuando sonrió, Jimmy vio las manchas de lápiz labial en sus grandes
                dientes amarillos, como siempre. Jimmy empezó a chillar.
                   --¡No, mamá! ¡No, mamá! ¡No, mamá!
                   Koontz acudió presuroso. Primero vio a Bowers, alto, barrigón y algo ridículo con
                el pijama, gomosa su carne floja bajo la luz que llegaba desde el pasillo. Luego
                miró a la izquierda y se quedó de una pieza. Junto a Bowers había algo vestido de
                payaso. Medía dos metros y medio, más o menos. Su traje era plateado con
                pompones naranja en la pechera, y tenía enormes zapatones en los pies. Pero la
                cabeza no era de hombre ni de payaso, sino de perro doberman, el único animal,
                en este mundo, al que John Koontz tenía miedo. Sus ojos eran rojos. Su hocico
                sedoso se arrugó descubriendo unos inmensos colmillos blancos.
                   El atado de monedas cayó de los dedos exánimes de Koontz y rodó hasta el
                rincón. Al día siguiente, Benny Beaulieu, que no despertó en ningún momento, lo
                encontraría y lo guardaría en su armario para comprar cigarrillos durante todo un
                mes.
                   Koontz tomó aliento para gritar otra vez mientras, el payaso se lanzaba hacia él.
                   --¡Empieza el circo! -gruñó. Y sus manos enguantadas de blanco cayeron sobre
                los hombros de Koontz.
                   Las manos debajo de los guantes, eran garras.




                   3.

                   Por tercera vez en el día (en ese larguísimo día), Kay McCall se acercó al
                teléfono.
                   Esa vez llegó más lejos que en las dos primeras ocasiones: esperó a que
                levantaran el auricular del otro lado y oyó una sonora voz de policía irlandés:
                   --Comisaría de la calle Seis. Aquí el sargento O.Bannon.
                   Entonces Kay colgó.
                   "Oh, lo estáis haciendo muy bien, sí. Después de seis o siete veces más, tal vez
                te salgan las agallas que te hacen falta para darles tu nombre."
                   Fue a la cocina y se preparó un whisky con soda, aunque sabía que no era muy
                conveniente después de haber tomado un tranquilizante. Recordó un pasaje de la
                canción que se entonaba en las cafeterías universitarias de su juventud: "Me llené
                la cabeza de whisky y la barriga de ginebra. Dice el doctor que eso me matará
                pero no dice cuándo". Y soltó una risa balbuceante. A lo largo del bar había un
                espejo. Vio su imagen y dejó abruptamente de reír.
                   "¿Quién es esa mujer?
                   Un ojo hinchado, casi cerrado.
                   "¿Quién es esa mujer maltratada?"
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