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todos los días. Y en más de una ocasión había pasado corriendo con Henry
                Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor no-sé-qué, persiguiéndole y
                gritándole florituras como "¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te vamos a coger, cuatro ojos!
                ¡Nos las vas a pagar, mariquita!" ¿Alguna vez habían llegado a cogerle?
                   Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de qué
                ciudad, por favor.
                   --Derry, señorita...
                   ¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado. Pronunciarlo era
                como besar una antigüedad.
                   --¿Tiene el número del Town House de Derry?
                   --Un momento, señor.
                   "Imposible. Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de
                renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un salón
                de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche, cuando la ley
                de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se quedara dormido con el
                cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que los anteojos por los que te
                fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de Springsteen? "Días de gloria,
                perdidos en el guiño de una chica." ¿Qué chica? Pues Bev, por supuesto..."
                   Podía ser que el Town House estuviera cambiado, pero no había desaparecido,
                pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea:
                   --El número es 9-4-1-8-2-8-2. Repito: el número es...
                   Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz
                monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la sección de
                información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y
                sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión
                telefónica del doctor Pulpo, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en que
                Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada
                donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila
                coexistencia.
                   "Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos años."
                   Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su
                infancia. Marcarlos, 1-207-9418282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular
                contra el oído mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los surfistas
                se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de la mano,
                por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia donde
                trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que ambos
                usaban gafas.
                   "¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!"
                   "Criss", transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss.
                   ¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo
                daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier conservaba
                su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se estaban abriendo.
                   "Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos
                Tozier, el gran disc-jockey de KLAD, el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas
                cosas que se están abriendo... no son exactamente puertas, ¿verdad?"
                   Trató de desechar esos pensamientos.
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