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de presas, vaqueros, hombres del espacio en un mundo selvático, fingiéndose
todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero no olvidemos de qué se trataba en
realidad: se trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de
Henry Bowers y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué
hatajo de perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill
Denbrough, que no podía decir otra cosa que "Haiio, Silver!" sin tartamudear;
Beverly Marsh, con sus moretones y sus cigarrillos ocultos en las mangas de la
blusa; Ben Hanscom, tan enorme que parecía la versión humana de Moby Dick y
Richie Tozier, con sus gafas gruesas y sus excelentes calificaciones y su boca
sabihonda y su cara pidiendo que la transformasen a golpes en formas nuevas y
estimulantes. ¿Había una palabra que resumiese lo que habían sido? Oh, sí.
Siempre la hubo. Le mot juste. En este caso, le mot juste era desastres.
Cómo volvía... cómo volvía todo... y allí estaba, en su madriguera, temblando
con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta, temblando
porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia. Había otras
cosas, cosas que en años no habían vuelto a su cabeza, cosas que ahora
temblaban rozando la superficie.
Cosas sangrientas
Una oscuridad terrible.
La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: "¡Tú, m-m-mataste a mi hermano, hijo
de p-p-puta!"
¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más.
Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la mierda
y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad, bajo Derry,
donde las máquinas atronaban incesantemente. Se acordó, de George...
Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto. Llegó... pero
apenas. Patinó por los lustrosos mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un
loco bailarín de breakdance; agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las
entrañas. Pero ni siquiera así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough
como si hubiera estado con él el día anterior. George, que había sido el comienzo
de todo; Georgie, asesinado en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo
después de la inundación, con uno de los brazos arrancado de su articulación, y
Rich había bloqueado todo en su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven,
claro que sí. Vuelven, a veces vuelven.
Pasó el espasmo y Rich tiró de la cadena. Hubo un rugir de agua. La cena que
había comido temprano, regurgitada en trozos calientes, desapareció por las
tuberías.
Hacia las cloacas.
Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.
Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que
lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que
estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se
deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.
Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro,
purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su Mg y sacó el
coche del garaje. La luz ya menguaba. miró su casa, con sus nuevas plantas y
miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido por