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una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás volvería a
ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.
--Ahora vuelvo al hogar -susurró Rich Tozier para sí-. Vuelvo al hogar, que Dios
me ampare, vuelvo al hogar.
Arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había caído en una grieta
insospechada de una vida aparentemente sólida, la facilidad con que se volvía al
lado oscuro, pasando del azul del cielo al negro de la nada.
Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar esperando.
3. Ben Hanscom toma una copa.
Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con
el hombre al que la revista Time consideraba "tal vez la mayor promesa entre los
jóvenes arquitectos norteamericanos", tendría que haber tomado hacia oeste al
salir de Omaha, por la interestatal 80, girando por la salida de Swedholm hasta el
centro de la ciudad. Allí tendría que salir por la 92 a la altura de Bucky.s
(especialidad de la casa: escalope de pollo). Y luego girar a la derecha para tomar
la 63 que cruza como un hilo el desierto pueblito de Gatlin, y entrar finalmente a
Hemingford Home.
El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad de
Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado y tres
del otro. Allí está la peluquería Buen Korte (en el escaparate, un letrero escrito a
mano, reza: Si eres Hippy ve a cortarse el pelo a otra parte) el cine de reestreno,
la tienda de baratijas. Hay una sucursal del Banco de Propietarios de Vivienda de
Nebraska, una estación de servicio, una farmacia y la ferretería Nacional Artículos
para Granja, único negocio de la ciudad que prospera medianamente.
Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros
edificios, como un paria y: apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico bar
de carretera: La Rueda Roja. Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto en el
aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo Cadillac 1968, descapotable,
con dos antenas en la parte trasera. La placa de identificación decía, simplemente:
El Caddy de Ben. Y dentro, caminando hacia el mostrador, uno habría encontrado
al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido con una camisa de cambray,
vaqueros desteñidos y polvorientas botas de ingeniero. Tenía leves patas de gallo
alrededor de los ojos. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba diez menos.
--Hola, señor Hanscom -dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel en el
mostrador mientras Ben se sentaba.
Ricky Lee parecía algo sorprendido. Hasta entonces, nunca había visto a
Hanscom en La Rueda un día de semana. Acudía regularmente todos los viernes
por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche tomaba cuatro o
cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky Lee. Siempre
dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza Tanto en la
conversación profesional como en el aprecio personal, era holgadamente el cliente
favorito de Ricky Lee. Los diez dólares semanales (y los cincuenta que dejaba
bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía cinco años) eran más que suficientes,