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Ricky Lee rodeó la jarra y se acercó a él. El bar estaba tan desierto como un
                lunes por la noche. No había siquiera veinte parroquianos de los que pagan. Annie
                estaba sentada junto a la puerta de la cocina jugando a las cartas con la cocinera.
                   --¿Malas noticias, señor Hanscom?
                   --Malas noticias, eso es. Malas noticias de casa.
                   Miraba a Ricky Lee. Miraba a través de Ricky Lee.
                   --Lo siento, señor Hanscom.
                   --Gracias, Ricky Lee.
                   Ricky Lee iba a preguntar si podía ayudar en algo cuando el dijo:
                   --¿Qué whisky sirves aquí, Ricky Lee?
                   --Para los demás, Four Roses. Pero para usted tengo Wild Turkey.
                   Hanscom sonrió.
                   --Muy amable de tu parte, Ricky Lee. Creo que debes darme esa jarra, después
                de todo. Lo que harás será llenarla de Wild Turkey.
                   --¿Llenarla? -repitió Ricky Lee, atónito-. ¡Coño, voy a tener que sacarlo de aquí
                rodando!. -"O llamar a una ambulancia", pensó.
                   --Esta noche, no -dijo Hanscom-. No lo creo.
                   Ricky Lee miró al señor Hanscom a los ojos, para ver si bromeaba. Le llevó
                menos de un segundo comprobar que no. Así que sacó la jarra del bar y la botella
                de Wild Turkey de la estantería. Contempló el gorgoteo del líquido, fascinado a
                pesar suyo. Ricky Lee decidió que el señor Hanscom tenía, después de todo,
                bastante de tejano. Nunca en su vida había servido ni volvería a servir semejante
                medida de whisky.
                   "Nada de ambulancias. Si llega a tomarse todo esto, tendré que llamar a la
                funeraria."
                   De cualquier modo, le llevó la jarra y se sentó frente a él. Cierta vez, el padre de
                Ricky Lee le había dicho que si un hombre estaba en su sano juicio, uno debía
                darle lo que quisiera y pudiera pagar, fuera meados o veneno. Ricky Lee no sabía
                si el consejo era bueno o no, pero sí que, cuando uno regentaba un bar para vivir,
                hacía bastante por evitar que la conciencia lo convirtiera en carnada para
                caimanes.
                   Hanscom miró el monstruoso trago por un momento, pensativo. Luego preguntó:
                   --¿Cuánto te debo por esto, Ricky Lee?
                   El tabernero meneó lentamente la cabeza, sin apartar la vista de la jarra llena.
                No quería encontrarse con esos ojos fijos, hundidos en las órbitas.
                   --No -dijo-. Éste corre por cuenta de la casa.
                   Hanscom volvió a sonreír con más naturalidad.
                   --Vaya, gracias, Ricky Lee. Ahora voy a mostrarte algo que aprendí en Perú, en
                1978, cuando trabajaba con un tipo llamado Frank Billings... estudiaba a sus
                órdenes, podría decirse. Pescó una fiebre y los médicos le inyectaron un surtido
                de antibióticos, sin que ninguno le hiciera efecto. Pasó dos semanas ardiendo y al
                fin murió. Lo que voy a mostrarte es algo que aprendí de los indios que trabajaban
                en el proyecto. El brebaje local es bastante potente. Si uno toma un trago, le
                parece suave, no hay problema, pero de pronto es como si alguien hubiera
                encendido un soldador dentro de la boca apuntándolo hacia la garganta. Sin
                embargo, los indios lo beben como si fuera Coca-Cola y rara vez vi a alguno
                borracho, ni siquiera con resaca. Nunca tuve valor para intentar lo que ellos hacen,
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