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Hanscom tomó las otras dos rodajas de limón, una en cada mano. Inclinó la
                cabeza hacia atrás y las exprimió como si fueran gotas nasales. Con un
                estremecimiento, las dejó a un lado y bebió dos grandes tragos de la jarra. Volvió
                a estremecerse, un trago más y luego buscó a tientas el borde acolchado del
                mostrador, con los ojos cerrados. Por un momento se cogió a él como si se
                aferrase a la borda de un velero para buscar apoyo en mar picada. Por fin volvió a
                abrir los ojos y sonrió al tabernero.
                   --Podría pasar toda la noche montado en este toro -dijo.
                   --Señor Hanscom, me haría un favor si dejara de hacer eso -dijo Ricky Lee,
                nervioso.
                   Annie se acercó al lugar de las camareras con su bandeja y pidió un par de
                cervezas. Sentía las piernas como de goma.
                   --¿El señor Hanscom está bien, Ricky Lee? -preguntó Annie.
                   Estaba mirando por encima del hombro de su patrón, que se volvió para seguir
                la dirección de su mirada. Hanscom, inclinado sobre la barra, escogía algunas
                rodajas de limón tomándolas de la bandeja donde Ricky Lee tenía los ingredientes
                para dar sabor a las bebidas.
                   --No lo sé -dijo-. Me parece que no.
                   --Bueno, deja de remolonear y haz algo. -Annie, como casi todas las mujeres,
                tenía predilección por Ben Hanscom.
                   --Mi padre siempre decía que cuando un hombre está en sus cabales y pide...
                   --Tu padre tenía menos cabeza que una ardilla -aseguró Annie-. Olvídate de lo
                que decía tu padre. Tienes que detenerlo, Ricky Lee. Se puede matar.
                   Ricky Lee se acercó nuevamente a Ben Hanscom.
                   --Señor Hanscom, me parece que ya ha tomado bast...
                   Hanscom echó la cabeza hacia atrás. Exprimió. Esa vez aspiró el jugo de limón
                como si fuera cocaína. Tragó el whisky como si fuera agua. Y miró a Ricky Lee,
                solemnemente.
                   --Bingo-banga, vi a toda la banda bailando en la sala de mi casa -dijo, y se echó
                a reír.
                   En la jarra sólo quedaba un dedo de whisky.
                   --Sí, ya basta -aseguró Ricky Lee, alargando la mano hacia la jarra.
                   Hanscom lo apartó suavemente.
                   --El daño ya está hecho, Ricky Lee -dijo-. El daño ya está hecho.
                   --Señor Hanscom, por favor...
                   --Tengo algo para tus chicos, Ricky Lee, casi lo olvido.
                   Llevaba puesto un chaleco descolorido y sacó algo de uno de sus bolsillos.
                Ricky Lee oyó un tintineo apagado.
                   --Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años -dijo Hanscom. No había en su
                voz la menor gangosidad-. Dejó unas cuantas deudas y esto. Quiero que se lo des
                a tus chicos, Ricky Lee.
                   Y puso tres dólares de plata en el mostrador, donde centellearon bajo las luces
                suaves. Ricky Lee contuvo la respiración.
                   --Es muy amable, señor Hanscom, pero no puedo...
                   --Había cuatro, pero di uno de ellos a Bill el Tartaja y a los otros. Billy
                Denbrough, así se llamaba en realidad. Nosotros le llamábamos Bill el Tartaja, así
                como decíamos "apuesto mi pellejo". Era uno de los mejores amigos que he tenido
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