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en mi vida. Y he tenido unos cuantos, ¿sabes? Aun gordo como era, tenía unos
                cuantos amigos. Bill el Tartaja es ahora escritor.
                   Ricky Lee apenas lo escuchaba. Estaba mirando, fascinado, los dólares de
                plata: 1921, 1923 y 1924. Sólo Dios sabía cuánto podían valer, sólo por el peso en
                plata pura.
                   --No puedo aceptarlos -repitió.
                   --Pero yo insisto en que los aceptes.
                   El señor Hanscom tomó la jarra y la vació por completo. Por entonces, ya
                debería haber estado en el suelo, pero sus ojos no se apartaban de los de Ricky
                Lee. Estaban acuosos e inyectados en sangre, pero Ricky Lee habría jurado sobre
                un montón de Biblias que también estaban sobrios.
                   --Me está asustando un poco, señor Hanscom -dijo Ricky Lee.
                   Dos años antes, Gresham Arnold, borracho de cierta reputación en la zona,
                había entrado en La Rueda Roja con un cilindro de monedas de a veinticinco y un
                billete de veinte dólares metido en la cinta del sombrero. Entregó las monedas a
                Annie con instrucciones de ponerlas de a cuatro en el tocadiscos automático.
                Luego puso los veinte dólares en el mostrador e indicó a Ricky Lee que sirviera
                una copa a todos los presentes. Ese borracho, ese tal Gresham Arnold, había sido
                mucho antes una estrella del baloncesto que jugaba en los Carneros de
                Hemingford. Por primera y probablemente por última vez, había llevado a su
                equipo al primer puesto de la liga nacional de institutos, en 1961. Ante el joven
                parecía abrirse un futuro casi sin límites. Pero había abandonado la universidad en
                el primer semestre, víctima de la bebida, las drogas y las fiestas interminables.
                Volvió a su casa, destrozó el descapotable amarillo que sus padres le habían
                regalado por su graduación y consiguió trabajo como jefe de vendedores en el
                negocio de su padre, que era representante de John Deere. Pasaron cinco años.
                El padre no se decidía a despedirlo, de modo que acabó por vender el negocio y
                se retiró a Arizona, perseguido y envejecido antes de tiempo por la inexplicable (y
                al parecer irreversible) degeneración de su hijo. Mientras el negocio era de su
                padre y podía fingir, siquiera, que trabajaba, Arnold hizo algún esfuerzo por
                moderarse con la bebida. Después se abandonó por completo. A veces se ponía
                peligroso, pero la noche en que apareció con las monedas e invitó a todos los
                presentes, estaba más dulce que un caramelo. Todo el mundo le dio las gracias.
                Annie pasaba las canciones de Moe Bandy porque a Greskam Arnold le gustaba
                el viejo Moe Bandy. Sentado en la barra (en el mismo taburete que ocupaba el
                señor Hanscom en esos momentos, notó Ricky Lee con creciente intranquilidad),
                bebió tres o cuatro whiskys con bíter, cantando al compás de los discos, sin
                causar problemas. Cuando Ricky Lee cerró La Rueda, él volvió a su casa y se
                colgó de su cinturón en una viga de la planta alta. Gresham Arnold tenía los
                mismos ojos de Ben Hanscom, aquella noche.
                   --¿Así que estoy asustándote un poco? -preguntó Hanscom, sin apartar la vista
                de la jarra y cruzó pulcramente las manos frente a aquellos tres dólares de plata-.
                Es probable. Pero no estarás tan asustado como yo, Ricky Lee. Pide a Dios que
                nunca te deje estar tan asustado.
                   --Bueno, pero ¿qué pasa? -preguntó Ricky Lee-. A lo mejor... A lo mejor puedo
                echarle una mano.
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