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--¿Qué pasa, Ricky Lee?
                   --N-n-o, nada.
                   Ben Hanscom miraba a Ricky Lee con los ojos bordeados por dos media lunas
                púrpuras. Sus mejillas ardían. Tenía la nariz roja e irritada.
                   --Nada -susurró Ricky Lee otra vez.
                   Pero no podía apartar la vista de aquella cara, la cara de un hombre que ha
                muerto hundido en el pecado y se yergue ante la humeante puerta del infierno.
                   --Yo era gordo y éramos pobres -dijo Ben Hanscom-. Ahora me acuerdo. Y
                recuerdo que alguien, una niña llamada Beverly o Bill el Tartaja, me salvó la vida
                con un dólar de plata. Me vuelvo loco de miedo por lo que pueda seguir
                recordando esta noche. Pero no importa lo asustado que pueda estar, porque de
                todos modos volverá. Todo está allí, como una gran burbuja que crece en mi
                mente. Y voy igual, porque todo lo que he conseguido, lo que ahora tengo, se
                debe, de algún modo, a lo que hicimos entonces, y en este mundo hay que pagar
                lo que se recibe. Tal vez por eso Dios nos hizo niños para empezar cerca del
                suelo. Él sabe que uno debe caerse muchas veces y sangrar mucho antes de
                aprender esa simple lección. Se paga por lo que se recibe, se posee lo que se
                paga... y, tarde o temprano, lo que se posee vuelve a uno.
                   --Volverá este fin de semana, ¿verdad? -preguntó Ricky Lee, con los labios
                entumecidos. En su creciente aflicción, sólo eso le servía de apoyo-. Volverá este
                fin de semana, como siempre, ¿eh?
                   --No lo sé -dijo Hanscom con una sonrisa horrible-. Esta vez estaré mucho más
                lejos que Londres, Ricky Lee.
                   --¡Señor Hanscom!
                   --Da esas monedas de plata a tus chicos -repitió.
                   Y se escurrió hacia la noche.
                   --¿Qué diablos pasa? -preguntó Annie, pero Ricky Lee no le hizo caso.
                   Levantó la tabla divisoria de la barra y corrió a una de las ventanas que daban al
                aparcamiento. Vio que se encendían los faros del Caddy de Hanscom, oyó el
                ronroneo del motor. El coche salió del aparcamiento levantando tras de sí una
                estela de polvo. Las luces traseras se redujeron a puntos rojos por la autopista 63.
                El viento nocturno de Nebraska comenzó a dispersar el polvo.
                   --Se bebe un barril entero y tú lo dejas irse con ese cochazo -protestó Anni-. Qué
                bien, Ricky Lee.
                   --No te preocupes.
                   --Se va a matar.
                   Y aunque eso había pensado Ricky Lee cinco minutos antes, se volvió hacia ella
                en el momento en que las luces traseras desaparecían de la vista y sacudió la
                cabeza.
                   --No lo creo -dijo-. Aunque, por su estado, sería mejor que se matara.
                   --¿Qué te dijo?
                   Él meneó la cabeza. Todo estaba confuso en su mente y la suma total carecía
                de significado.
                   --No tiene importancia. Pero no creo que volvamos a ver a ese hombre. Nunca
                más.
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